martes, 22 de enero de 2008

Bocadillos de chorizo

Bocadillos de chorizo

ESPERANZA MEDINA
Hace unas semanas terminaba la Navidad, los excesos (de buenos deseos y todo tipo de manjares). Estamos en plena cuesta de enero, resbalando por los remordimientos de conciencia y buscando las dietas fáciles que nos aproximen sin complejos al verano. Es cíclico, como las estaciones: engordar-adelgazar, difícil sustraerse a tanta publicidad, a tantas recetas mágicas para no envejecer y tener un cuerpo diez.

Como contrapartida, o quizá debiera decir como complemento, están las estadísticas que nos hablan de la obesidad infantil, que ha crecido enormemente en los últimos años en España. Nuestra famosa «dieta mediterránea» se está convirtiendo en un mito, en una de esas leyendas del pasado que contaremos a nuestros nietos como las hazañas del Cid: «Hubo un tiempo en que nos ponían de ejemplo ante los países más importantes del mundo por nuestra forma de alimentación, la famosísima dieta mediterránea». Es posible que entonces ya nadie recuerde en qué consistía. Quizá no necesitemos que pase tanto tiempo para que sea así.

Nos hemos convertido en padres complacientes, en padres que no saben qué hacer cuando su hijo llora, cuando su hijo dice «no quiero», en padres que prefieren ceder continuamente. Decir «no» a un niño es demasiado complicado y siempre supone un gran esfuerzo, porque hay que compensar y mantener ese «no» hasta que el niño comprenda cuál es la conducta correcta, la que esperamos de él. (En este sentido, hay un libro muy interesante de M.ª Jesús Álava Reyes, titulado «El no también ayuda a crecer»).
Esta dificultad nuestra condiciona también la alimentación de los niños, es más fácil que coman si les damos lo que les gusta, al menos estarán alimentados, pensamos, pero es un error, no es lo mismo estar alimentado que estar bien alimentado. En el primer caso podemos estar abriéndoles la puerta a problemas como la obesidad, con las consiguientes enfermedades y trastornos que producen a la larga, y no sólo físicos. Los trastornos alimentarios, la bulimia y la anorexia, nos encogen el corazón a los padres. Yo no pretendo tener la solución a esos problemas (ya me gustaría), pero propongo una reflexión sobre nuestros hábitos alimenticios: ¿qué comemos los padres?, ¿realmente de todo?, ¿qué damos de comer a nuestros hijos?, ¿dónde están las famosas cinco raciones diarias de frutas y verduras que debemos comer?

Quizá no sea imprescindible ser radicales y darles sólo alimentos libres de grasas o de azúcares, pero sí que en casa todos comamos frutas, legumbres, lácteos, pescadoÉ y sustituyamos la sabrosa bollería por algún que otro bocadillo de chorizo o jamón o quesoÉ, eso sí, con pan del «de verdad», no del de molde sin corteza. No poco se hubieran reído nuestros bisabuelos si alguien les hubiera dicho que llegaría un tiempo en el que del pan sólo se comería la migaÉ Y es que los tiempos avanzan que es una barbaridad. Aunque a veces hacia atrás.

martes, 8 de enero de 2008

San Balandrán

San Balandrán


ESPERANZA MEDINA

Cuando era una niña, en los veranos, mi madre me reñía invariablemente cada vez que nos subíamos a la barca en la que cruzábamos la ría hasta la playa de San Balandrán, porque invariablemente yo sacaba la mano de la barca y, entre los neumáticos que llevaba atados a los costados, la metía en el agua. El peligro no era grande, pero seguramente saldría sucia. Recuerdo el agua con pequeños arco iris que provocaban el sol y la grasa de los barcos, y el olor, como parte del mar y de mi infancia, de la galipota que los barcos y seguramente la Fabricona, iba dejando en aquel agua tan mía desde entonces.

Recuerdo el apodo del barquero que nos llevaba, Melilla, y recuerdo que me parecía sorprendente que se lavase la cabeza con detergente para la vajilla (le cantaban mientras hacíamos el trayecto: «¿Qué es aquello que reluce, que reluce más que el sol, es la calva de Melilla, que la lava con Mistol»).

Tardé muchos años en saber que ese olor que yo inspiraba con profundidad no era el olor del mar, sino el de la suciedad y el abandono de lo nuestro, de lo que realmente importa cuidar y mantener. Da un poco de vergüenza confesar esto, pero es así, la infancia nos acerca a la vida con tanto deseo de poseerla, tanta necesidad de disfrutarla, que cualquier cosa que la evoque nos trae buenos recuerdos.

Como crecí al lado de mi ría, fui viendo desaparecer aquella playa mágica que yo recordaba como un paraíso. Los ojos de los niños tienen miles de filtros mentirosos que transforman la realidad a su antojo. Lo recuerdo bien, aunque era muy pequeña: un poco más allá, al otro lado del merendero estaban los barcos abandonados de los piratas, entre los que alguna vez vi aparecer un cangrejo de la mano de mi padre. Mi padre nadaba muy bien y para mi hacía «la ballena» flotando boca arriba y lanzando un chorro de agua por la boca. La excusa del progreso se encargó de ir quitándome todos aquellos filtros infantiles.

Nos costó un tiempo, pero nos fuimos dando cuenta de lo mucho que nos gustaría vivir en una ciudad limpia, nos fuimos sintiendo orgullosos de los edificios, de los parques y hasta de la ría.

Nos fue gustando pasear por nuestras calles, ir al teatro, sentarnos en las terrazas de los bares y ver el reflejo de la lluvia en el pavimento de colores desde los soportales. Nos fue gustando saber más de Avilés, que quien venía a visitarnos se sorprendiera de nuestro casco histórico (aunque el motivo fuese que esperaban encontrar una ciudad llena de chimeneas y humos).

Pero ahora, que iniciamos el siglo XXI, que asumimos todos el reto de la ecología y la importancia del medio ambiente, siguen apareciendo manchas en mi ría, y, ¡qué cosas!, ya no tenemos a quién echarle la culpa. ¿Habrán vuelto de mi infancia para que la barca de Melilla me lleve de nuevo a mi fantasmagórica San Balandrán? Dicen que todo es posible (menos que la verdad se sepa fácilmente).

Esperanza Medina es poeta, ganadora del premio «Ana de Valle» 2006.