martes, 30 de septiembre de 2008

Remendando palabras

Remendando palabras


ESPERANZA MEDINA Las palabras se desgastan, igual que las suelas de los zapatos. Vamos con ellas a la compra, las llevamos a tomar un café, las estrujamos en el trabajo para que rindan todo lo posible, incluso las maltratamos en los mensajes de móvil o en los correos. Por eso, igual que a las suelas de los zapatos, es necesario remendarlas de vez en cuando, colocarles «tapas», embellecerlas de nuevo. Porque las palabras son casi siempre las mismas, crecen muy poco a poco, más bien las vamos olvidando y cuando se desgastan y se deslucen pierden su fuerza.

Pero a mí, que no colecciono mariposas, ni sellos, ni figuras de porcelana china, me gusta coleccionar palabras. Por eso las limpio con mimo, las coloco y las recoloco de maneras diferentes, las deslizo en los poemas y espero, reteniendo el aliento, que a algunos de vosotros os hagan cosquillas de nuevo, como si estuviesen recién estrenadas.

Y ese juego de deciros aquello que ya sabíais, pero en un susurro, al oído, en un «tú y yo» íntimo aunque no nos conozcamos, me llevó a escribir «epanadiplosis».

Una palabra añeja, aunque casi nueva por falta de uso, que a mí me habla de un sonido largo, con desniveles en los labios, que sube y baja, lo mismo que la propia vida, mientras que a otros les recuerda alguna compleja enfermedad como la artrosis.

La epanadiplosis vivía olvidada en los tratados de retórica, envuelta en un traje pomposo, siendo ella tan tímida y sencilla. Porque significa simplemente comenzar y terminar de la misma manera un verso, como ese «verde, que te quiero verde» que todos conocemos. Y yo, que quería contar una historia circular, en la que desde el principio todos saben cómo va a acabar, todos menos quien la sufre, que no quiere saberlo (como todas esas pequeñas historias que vivimos y que acaban con el fastidioso «te lo dije»), qué otro nombre podía ponerle a mi libro que mejor le encajara.

Es entonces cuando la epanadiplosis se convierte en una «metáfora de lo irremediable» y es entonces cuando las palabras esperan la sonrisa cómplice del lector, entonces cuando me aprovecho de su experiencia, de sus sensaciones, que deposita ingenuo en mi juego de términos y voces y lo enriquece con un sentido nuevo.

«Mientras duermes al sol sobre la arena / yo le echo azul al agua, / que no descubras nunca que incolora / va y viene gastando las palabras».

Remendar las palabras es una tarea divertida, que engancha como una adicción. Siempre conjunta, siempre de dos, aunque desconocidos. ¿De qué sirve mi juego si tú, amiga o amigo mío, no juegas conmigo? ¿En qué playa pensabas: Salinas, una del Caribe, la del Silencio? Nunca diré cuál era la mía, pero ten por seguro que tu arena es totalmente distinta a la que yo puse en ella. Hemos hecho diferentes poemas, hemos sacado lustre a las mismas palabras rejuveneciéndolas.

Alguien dirá que soy excesivamente pretenciosa. Puede ser, pero éste es mi juego y quien no quiera jugar conmigo es muy libre de ignorarme. Para el resto, ahí está «epanadiplosis».

martes, 16 de septiembre de 2008

Segunda oportunidad

Segunda oportunidad


ESPERANZA MEDINA Me llevó un tiempo olvidar la costumbre de soplar y besar el pan siempre que se caía al suelo. Aún hoy, cada vez que tengo que tirar un trozo de pan a la basura siento ciertos remordimientos de conciencia y lamento no tener ningún animal cerca que pueda comérselo. Pero, por encima de todo, lo que soy incapaz de hacer con mi propia mano es tirar un libro, ni siquiera al contenedor de reciclaje.

Ya sé que hay cosas mucho más difíciles en esta vida con las que uno tiene que enfrentarse, no pretendo comparar algo tan banal como un libro con los momentos duros por los que he tenido o tendré que pasar, claro que no.

Pero es que hay algo en mí que no recuerdo que naciese de las enseñanzas de nadie en concreto, sino de mí misma, de mi descubrimiento a través de la lectura de todo tipo de mundos y sensaciones maravillosas que gracias a los libros yo podía poseer, algo que hace que se encienda una lucecita roja en mi cerebro si alguien sugiere que un libro debe irse a la basura.

Quizá sea eso, el egoísmo, que me hace pensar que ya no poseeré más el fondo de un libro si se convierte en pasta de papel, incluso si es uno de esos de texto que me hacían memorizar de pequeña y cuyo contenido no aportaría prácticamente nada a los niños y niñas que estudian hoy día, el mundo va cambiando y, por suerte, la forma en que lo conocemos también.

Soy, sin embargo, una ferviente partidaria del reciclaje, del cuidado de la naturaleza, llevo al contenedor azul cada trocito de papel que pasa por mi casa. Incluso a veces compruebo con desagrado que hay personas que creen que las cajas de cartón participan de una forma inusualmente activa en su propio reciclado, y que en vez de desmontarlas e introducirlas por la ranura correspondiente las depositan en el suelo esperando no sé qué milagro que las haga aparecer en el interior del contenedor. Como milagros hoy día hay pocos, lo que suele suceder es que acaban esparcidas por los alrededores, en muchas ocasiones con parques y jardines incluidos.

Y, sin embargo, me da una pena terrible reciclar libros, porque para mí la mejor forma de hacerlo es que otros los usen. Cada año amontono los libros de texto de mi hija pequeña porque no sé a quién dárselos para que les otorgue una segunda oportunidad y, cada año, me veo comprando libros nuevos a los que miro de reojo pensando si tendrán mejor suerte que los del año anterior. Es cierto que ahora los libros de texto me cuestan menos, ya que recibo la ayuda que el Gobierno ha dispuesto para los niños en edad escolar obligatoria. Pero que me resulten más baratos no quiere decir que sea menos derroche de esfuerzo, de papel y, por consiguiente, de árboles y de agua ¿Un solo uso, un solo lector los hace merecedores del contenedor de reciclaje? Me niego a pensar que tenga que ser necesariamente así, aunque entiendo que indudablemente son un buen negocio. Pero esa impertinente lucecita de mi cerebro se resiente y me recuerda una iniciativa que tuvo una vez cierta asociación de padres: los niños compraban los libros un curso sí y otro no, una vez terminado el curso se dejaban en el colegio para que los usasen los que venían detrás. Los libros tenían dos dueños al menos. Dos vidas, ni siquiera siete como un gato. ¡Qué poco me hace falta para ser feliz!

martes, 2 de septiembre de 2008

En la playa sin la "play"

En la playa sin la "play"


ESPERANZA MEDINA Las vacaciones de verano eran para mi el mejor de los regalos. No tener que ir al colegio suponía poder estar desde por la mañana en la calle, jugar en «el prao del roble hasta agotarnos (es un decir, porque no nos agotábamos nunca); cruzar por «la huerta de Anatena» e ir al regato a ver si encontrábamos renacuajos (pocas veces llegamos a verlos convertidos en ranas, no sé si por la costumbre de otros niños de llevárselos a casa en botes de cristal o porque simplemente las ranas eran tímidas y no les gustaba mucho nuestra compañía).

En fin, que las vacaciones eran el juego total y la libertad casi absoluta. Ir de merienda, a la playa de vez en cuando y siempre, siempre, los amigos.

Las cosas cambian, y las vacaciones también. Siguen siendo igual de deseadas y esperadas, pero no se disfrutan de la misma manera. Es difícil dejar a los niños salir a jugar solos si vivimos en una ciudad, demasiados peligros a los que no podemos permitir que se expongan. Pero eso no impide que también puedan sentirse liberados del trabajo del curso, de la rutina de los deberes, las actividades extraescolares y las tardes de domingo sin amigos en casa porque hace frío y llueve. Muchos tienen la posibilidad de pasar unos días en el campo, de poder perderse un rato sin que nadie se asuste jugando con otros niños y niñas, de pasar una tarde entera molestando a los grillos (por suerte hemos perdido las habilidades que en mi infancia hacían que estos pobres bichos acabasen siempre muriendo en una jaula de plástico o una caja de cartón agujereada), o simplemente de correr o construir refugios convirtiéndose en protagonistas de historias increíbles.

Y a los que no tienen «casa en el pueblo», porque su pueblo es esta ciudad (y a mucha honra), les queda la playa. La playa, que es uno de esos espacios maravillosos en los que el tiempo pasa en un suspiro. Agua y arena son elementos que ellos pueden manejar y con los que se mezclan sin problemas, porque nadie les dice nada si se mojan o se rebozan como croquetas. Y les acompaña el mar, siempre tan grande, y esa facilidad para viajar con la fantasía que dan los barcos en el horizonte. Y lo mejor de todo es que no hace falta ir muy lejos, está aquí mismo, en casa.

Nunca nos ocurrirá lo que a aquella niña de dos años, a la que en el hotel, en el momento del desayuno, la comida y la cena sus padres la sentaban delante de un reproductor portátil de DVD, con la misma película de «Mickey» cada vez. Supongo que no lo llevarían a la playa (más que nada por la arena), pero me pregunto qué recordará esa niña de su vacaciones infantiles. Es muy posible que no sea el juego con los amigos, aunque quizás pueda, con los años, recitar de memoria las conversaciones que un ratón vestido y coloreado tenía con los suyos.

Que nadie se alarme, esta es la excepción que confirma la regla, seguro, y a los padres, sensatos todos ellos por naturaleza, se les ocurren otras maneras de entretener a sus hijos en vacaciones, que para eso tienen tiempo libre.

Pero con excepción o sin ella todo se acaba: volvemos a la rutina, a pensar en que nos queda un año por delante, a leer en los periódicos estadísticas sobre las horas que pasan los niños delante de la pantalla del televisor, del ordenador, del DVD, de la PlayStation o de la Nintendo DSL. Demasiadas pantallas. No es culpa de ellos si no les queda tiempo para ver la vida tal cual es: cotidiana y sencilla, pero llena de amigos con los que se disfruta más que con cualquier máquina.