martes, 16 de febrero de 2010

Huevos de Carnaval en Avilés

Huevos de Carnaval en Avilés


Recuerdos de infancia que se guardan en cajones en la memoria


ESPERANZA MEDINA ESCRITORA Y PROFESORA Los días antes de Carnaval en mi casa se comía más tortilla, más carne y más pescado rebozados de lo habitual. Mi madre tenía que intentar que hubiese el mayor número posible de huevos vacíos para la fiesta en la calle.

También unos días antes cortábamos trocitos pequeños de revistas (luego vendría el confeti, con ese nombre tan extraño para mí entonces, que más que a papel me sonaba a tartas y pasteles). Mi hermano y yo rellenábamos con cuidado los huevos de papelitos y los cubríamos con un trocito de papel que pegábamos con engrudo. El engrudo era entonces también el pegamento habitual para los cromos de los álbumes que nunca completábamos, el pegamento «imedio» se quedaba para las tareas del colegio. A veces, si no calculabas bien las proporciones, los álbumes podían llegar a pesar demasiado o los cromos se caían una y otra vez, eran «gajes del oficio» de ser niño entonces. Son recuerdos que se van desvaneciendo poco a poco y que a veces vuelven, por sorpresa, para hacernos sonreír y recordarnos lo débiles que somos, lo mucho que perdemos al avanzar.

Me decía no hace mucho un profesor de asturiano que «el bagaxe llingüísticu guárdase nun caxón hasta que s'abre un resquiciu», y tenía razón, pero no es sólo el bagaje lingüístico el que poseemos sin que lo sepamos, no son sólo las palabras las que se escapan por los resquicios del recuerdo cuando menos lo esperamos, es todo lo que nos ha arropado el día a día desde que llegamos a esta vida, puede llamarse cultura, o familia, o simplemente lo que hemos sido y lo que somos. Yo lo experimento así, algunas veces vuelven a mí las palabras de la infancia, las casas, las situaciones, la gente. Y sé, estoy completamente segura, que lo que soy hoy les pertenece. Incluso algo tan trivial como la fiesta de Carnaval. Yo sé de dónde me viene, porque recuerdo unos años donde sólo los niños podían disfrazarse, pero en los que los mayores facilitaban la fiesta: nos dejaban sus ropas, nos pintaban la cara, nos hacían bollinas o frixuelos y nos guardaban las cáscaras de los huevos para que pudiésemos rellenarlos y estampárselos a algún amigo en la cabeza. Nos iban llenando, en definitiva, cajas y cajones para que los fuésemos abriendo según necesidad.

Por eso me gusta hacerlo a mí también, por eso mis alumnos de 3 años llenaron huevos de confeti y se sorprendieron y se rieron al estamparlos, porque todo lo que nos envuelve en nuestra infancia es un salvavidas para el futuro. Nada hay trivial si nos va a regalar una sonrisa.

martes, 2 de febrero de 2010

Centros comerciales

Centros comerciales

Hace unos años me atreví a vaticinar un futuro poco halagüeño a las grandes superficies


ESPERANZA MEDINA
PROFESORA Y POETA He comprendido, por propia experiencia, la certeza de aquel dicho de «la ignorancia es la madre del atrevimiento». Y es que yo, ignorante entonces de los intereses de mis conciudadanos, me atrevía a vaticinar hace unos años un futuro poco halagüeño a las grandes superficies que empezaban a construirse en nuestra región.

La referencia que yo tenía de esos lugares era la de las películas americanas en las que los jóvenes se veían siempre en el centro comercial. No entendía qué gracia podía tener quedar entre tiendas cuando no se pensaba comprar nada. Mucho más lógico quedar junto al Ayuntamiento correspondiente o en la calle de moda. Claro, pensaba yo, los americanos no tienen nuestras ciudades, viven en urbanizaciones sin bares o edificios significativos, era lógico que construyesen «centros» donde hubiese un poco de todo y poder verse y divertirse en ellos. Me parecía un tanto asfixiante, pero era lo que tenían. ¿Cómo iba a funcionar eso igual aquí?

La ignorancia me empujaba al atrevimiento de opinar sobre el futuro, futuro que hecho presente me ha demostrado que estaba en un tremendo error.

Y ni hacer objeción de conciencia sobre ellos me ha alejado de los centros comerciales. Ayer mismo visité uno para hacer algunas compras. Mientras me desplazaba por las diferentes secciones buscando mi objetivo, hasta tres veces escuché el aviso a la familia «Fernández» para que fueran a recoger a sus tres hijas a la zona de juegos de los niños.

Para mí es muy difícil entender cómo puede ser que tengan que llamarte por la megafonía hasta tres veces antes de ir a buscar a tus retoños. «Una familia muy dejada», pensé, pero no, un cuarto aviso era para los Rodríguez. Al menos habían recogido ya a las Fernández.

En fin, que no me queda más remedio que rectificar, porque uno no sólo va a estos lugares de compras, sino que también frecuenta sus cafeterías y restaurantes, camina por sus pasillos sin rumbo fijo las tardes de los domingos dejando que los niños corran sin peligro aparente a lo largo de ellos. Por no hablar de los cines, que han ido desapareciendo de las ciudades y nos fuerzan a coger el coche para acercarnos a estos centros si queremos ver alguna película. Supongo que será una cuidada estrategia comercial gracias a la cual ganan todos, o al menos ganan más.

Y sepan ustedes que he aprendido la lección, como no puedo dejar de ser ignorante en muchas materias y quiero evitar en lo posible eso del atrevimiento, me he apuntado a esta otra frase: «la ignorancia es la madre de la felicidad» con la que espero que me vaya mucho mejor.