lunes, 22 de noviembre de 2010

Poesía en el bar

Poesía en el bar


ESPERANZA MEDINA PROFESORA Y POETA «La poesía es un arma cargada de futuro», decía Gabriel Celaya. Personalmente nunca me han atraído las armas, ni siquiera como excusas de un lenguaje poético, pero eso es un gusto muy particular y no le quita relevancia a uno de los versos de la poesía española del siglo XX más repetidos y citados.

Y es que la poesía puede ser muchas cosas, tantas como queramos cada uno de nosotros, autores o lectores, hacedores en cualquier caso del sentimiento poético, porque un poema no existe sin un lector, sin un interlocutor que ponga en él sensaciones y experiencias.

No hablo de buena o mala poesía, eso supone erigirse en juez, y no se puede ser juez imparcial cuando una se siente también parte del asunto. Hablo de las iniciativas que acercan el juego poético en vez de alejarlo, como ocurría cuando de niños nos enseñaban los grandes autores comenzando por su biografía, para seguir con el "análisis" de estrofas, rima y, lo peor de todo, la intención del autor. Como si el autor la tuviese siempre clara cuando escribe, o más aún, como si lo que dice fuese en todos los casos exactamente lo que quiere decir. Si la poesía fuese sólo eso, yo tampoco la leería.

En nuestros años de estudiantes lo de menos era el poema, que se convertía en una mera excusa para cimentar todas aquellas normas, reglas y preguntas que nos alejaban cada vez más del propio poema. Que han llevado a tantos a confesar que la poesía no les dice nada.

Eso está cambiando, cada vez hay más poetas que hablan nuestro lenguaje, el de cada uno, que nos hablan en una librería, en un jardín, en un bar. Como algunos de los poetas participantes en "Letra y puñal" que nos leyeron sus textos en el "Jazzville". Por supuesto que la poesía cabe en los bares (hasta no hace mucho se "echaban cantarines") y en las paradas del autobús, y en los muros de los parques, y en las paredes de los edificios o en los parabrisas de los coches.

Sé con certeza que muy pocos de los que ahora escribimos pasarán a la historia, pero también sé que, como en el deporte, para que alguien destaque hacen falta muchos equipos de base, muchos niños y niñas entrenando, disfrutando, aprendiendo. Los entrenadores y los maestros lo saben bien, y no abandonan el esfuerzo por hacer deportistas, no de élite, sino de vida.

Quizás ese es el camino de la mayoría de nosotros, ser entrenadores poéticos, cada uno a su manera y con la gente con la que conecta.

martes, 9 de noviembre de 2010

Caxigalines varies

Me llevó muchos años de memorizar reglas ortográficas llegar a un presente de competencia lingüística aceptable



Caxigalines varies


ESPERANZA MEDINA Cuando yo era muy pequeña, no comía chucherías, comía bolinas de anís que mi madre me compraba en la tienda de María Rodes. Eran de colores aunque todas sabían igual (a anís, lógicamente) y estaban en unos fascinantes tarros de cristal que formaban fila en el mostrador de madera. Tarros de esos que se pueden apoyar de dos formas distintas y en los que entra la mano perfectamente para coger lo que haya en su interior. Durante algunos años dejé de verlos en las tiendas, pero en cuanto tuve la oportunidad no pude resistirme a comprar alguno para mi casa.

Las bolinas de anís eran un tesoro y aquellos tarros un objeto de deseo inalcanzable, cuidado con acercarte porque se podían romper. Si vuelvo a abrir las manos juntas, puedo sentirme rica otra vez con aquellas diez bolas de colores que me daban por una peseta. Una peseta (o, lo que es lo mismo: 0,01 euros), parece imposible que alguna vez me hubiesen dado algo por una peseta.

Más tarde me entretenía también con alguna otra «caxigalina» cuando en casa me daban dinero: regaliz, caramelos, chicles Cheiw o aquellos de bola tan enormes que apenas cabían en la boca y hacían que durante los primeros momentos te acabase doliendo la mandíbula. Supe que se llamaban chucherías muchos años más tarde, la recuerdo como una palabra divertida y muy acertada. «Golosinas» me pareció bastante más fina y seria desde el principio.

Obviamente ni mi vocabulario, ni mis conocimientos ortográficos o gramaticales eran entonces nada del otro mundo. Ni siquiera puedo asegurar que María Rodes fuese un nombre y un apellido, un apodo o un nombre compuesto. Me llevó muchos años de lectura, de copiar mil veces palabras incorrectas, de memorizar reglas ortográficas y tiempos verbales llegar a un presente de competencia lingüística aceptable.

Y ahora que ya no encuentro bolinas de anís ni ninguna otra «llambionada» con el sabor de las de mi infancia, me sorprende el periódico con «caxigalines» de otro orden que vienen a descolocar mis recuerdos: tildes que desaparecen, letras que cambian de nombre, etcétera.

Total, que después de tantas pérdidas, voy a plantearme seriamente reivindicar que las normas tengan carácter retroactivo y me compensen de alguna manera los exámenes que no aprobé por no poner determinadas tildes y las veces que copié en la libreta algunas palabras por el mismo motivo. Y aun más: a ver cómo le explico todo esto a mi ordenador.