martes, 21 de junio de 2011

Si las piedras hablasen

El envidioso habitante a veces es envidiado


Si las piedras hablasen


Tengo que confesar que en algunos momentos siento una cierta envidia, que supongo será sana porque no tiene consecuencias más graves que la de fantasear sobre cómo sería si yo viviese en tal o cual magnífica casa de las ciudades y pueblos que visito de vez en cuando. Y es que no puedo evitar en esas ocasiones el deseo de dejar de ser turista para intentar descubrir qué se siente cuando se sale a comprar el pan en algunos de esos lugares o cerrando la puerta del castillo cuando uno se va a la cama.

Debo reconocer que, mucho antes de ser consciente de ello, una de mis pasiones estéticas ha sido siempre la arquitectura, no por su admirable trabajo o por sus complejos y eficaces sistemas y estructuras, de lo que no entiendo absolutamente nada, sino por la armonía de los edificios, por el conjunto estético que forman sus fachadas, ya sea unidas en calles o aisladas. Pero fundamentalmente por las historias que sueño o imagino que han podido ver y oír los balcones, las piedras, los recovecos o los adoquines de las calles.

Pasear por esas calles es para mí como formar parte de un escenario maravilloso, construido ex profeso para que yo pueda vivir otras vidas, soñar intimidades en otros siglos y respirar la historia, esa que nunca se cuenta en los libros y que consiste en la vida cotidiana de otras épocas, en lo que a nosotros hoy nos parece tan natural y quizás dentro de alguna centuria sorprenda.

Quizá mis edificios estrella sean los castillos. Hace poco nos hemos acercado con el colegio al de San Martín, en Soto del Barco. Si cierro los ojos (y aún abiertos, que soy capaz de soñar en cualquier estado) puedo ver aquel pequeño embarcadero protegido por el castillo lleno de actividad, para facilitar el cruce al otro lado de objetos o personas. Por un momento, y de nuevo cada vez que lo evoco, puedo sentir cómo me guiña un ojo la vieja y restaurada torre del homenaje.

Así que no es de extrañar que uno de mis mayores placeres sea caminar por las calles de mi ciudad un día cualquiera, como hoy mismo, en que el sol nos sonríe un tanto, aunque tímidamente. Pero no caminar sin rumbo fijo, sino sabiendo que para ir a la biblioteca, para acercarme al cine o comprar unos zapatos necesito moverme entre soportales y edificios cargados de historia y que contarán también un día la nuestra. Me gusta sentirme parte de la belleza y pensar que algún visitante envidioso estará deseando ser yo misma para vivir en este Avilés que tanto admira quien lo conoce.

lunes, 6 de junio de 2011

Curriculum vitae

La infancia siempre se vive intensamente


Currículum vitae


ESPERANZA MEDINA PROFESORA Y POETA Yo viví mi infancia en lo que sentía como un mundo aparte, no era un pueblo, ni tan siquiera un barrio, era un trozo de una calle.

Es curioso que podamos llegar a recordar y sentir como propios los desconchones del asfalto, los paredones de las fincas repletos de maleza y hasta las ortigas que había que esquivar para no tener que rascarse después.

Es una pena que rodar por la hierba, mirar luego cómo cambian de forma las nubes, saltar a la goma, jugar a la zapatilla por detrás, al escondite en los laberínticos portales de La Magdalena, hacer casetas con cartones, ir de merienda, bañar a los muñecos en el regato, mirar los renacuajos y ensartar margaritas en un hilo no puedan formar parte de un currículum vitae. Porque si de la vida hablamos, cuando uno la vive de forma más intensa es al ser niño. No porque se sea más feliz entonces, sino porque cada momento vivido es el único que importa.

Supongo que la mayoría tenemos sensaciones parecidas al evocar recuerdos muy diferentes: nuestra infancia, y el pequeño mundo en que la vivimos. Y aunque nos creyésemos entonces libres para vagar a nuestro antojo por el entorno, no lo éramos tanto, los adultos siempre nos marcaban sus límites. El mundo era ancho entonces, ancho, excitante y misterioso. Imposible de abarcar y a la vez enteramente nuestro. Me pregunto si los niños de ahora sentirán lo mismo, si cuando dentro de un tiempo recuerden sus primeros años sonreirán como lo hago yo ahora y a la vez sentirán, como yo, el peso que nos produce la certeza de saber que el pasado es irrepetible.

«Todo pasa y todo queda / pero lo nuestro es pasar», decía Machado. Es cierto, todo pasa por mucho que nos empeñemos en que vive en nuestro recuerdo. Lo que yo daría por saber dibujar con todo detalle cada esquina, cada rincón, cada paisaje de los que aún conservo vagamente en la memoria, por si algún día se me olvidan por completo. ¿Cuántas imágenes no habré perdido ya para siempre? ¿Cuántos nombres nos habrá ido robando el tiempo?

Si pudiéramos hacerlos regresar pronunciándolos de nuevo, a modo de conjuro, me volvería bruja para repetir despacio, como una letanía, uno por uno, las veces que fuesen necesarias, todos y cada uno de los nombres de mi calle, de mi vida, que me han ido abandonando. Hombres y mujeres, queridos todos, algunos dolorosamente necesarios.