En mi infancia había un mundo de personajes cotidianos al que le debo buena parte de lo que soy; muchos de ellos ya no están y otros no sabrán nunca lo importantes que fueron y que siguen siendo para mí.
Entre aquellas personas estaba Lelo, un niño grande o un infantil adulto al que siempre evoco con afecto. Entonces no lo sentía como una persona «diferente», o al menos no más que al resto de las que vivían en mi entorno, con nombres y apellidos cada una de ellas, o apodos, o diminutivos que los hacían a todos únicos. Con el tiempo he ido observando invariablemente que los niños y niñas pequeños, mientras nadie los llene de prejuicios, asumen como natural cualquier diferencia, pueden jugar con la pierna ortopédica de un compañero o hablar y acariciar a otro que no puede entenderlos. O tal vez sí, tal vez es lo único que puede entender. He vuelto a reflexionar y he comprendido que la infancia debe ser así siempre, porque así también fue en la mía. Mis alumnos me han enseñado muchas veces lo que es importante de verdad: las personas, sean como sean, pertenezcan a la raza, al país o a la creencia que pertenezcan. Algo falla cuando empiezan a tener reticencias frente al otro, a esgrimir prejuicios y miedos para apartarse de lo que no se ajusta estrictamente a la norma, que viene a querer decir: a nuestro propio reflejo.
Veo estos días un anuncio en la televisión que me emociona (en ocasiones las campañas publicitarias tienen grandes aciertos). En él un padre explica a su hija que va a venir a jugar con ella su vecina, que es «especial», la niña pregunta si sabe mirar cuentos o jugar y cuando el padre le dice que sí ella pregunta ¿entonces, qué tiene de especial?
Preguntémonoslo también nosotros.