miércoles, 25 de abril de 2012

Cuéntame un cuento

La excusa de la crisis justifica desatinos

 Cuéntame un cuento

ESPERANZA MEDINA ESCRITORA Todas las historias tienen al menos dos puntos de vista, algunas más, las hay que tienen tantos puntos de vista como actores y espectadores juntos, lo que complica mucho entender el argumento. Sin embargo hay otras que por mucho que quieran disfrazar con floridos argumentos sólo encuentran un camino que, al final, acaba por aparecer.

No me interpreten mal, no hablo de literatura, hablo de educación. Esa que hasta hace poco se supone que debía ser personalizada (lo que se traducía por atender a la diversidad del alumnado), integradora, motivadora, activa, etc. Es decir, lo que nos venían resumiendo como «de calidad». Una palabra preciosa pero que ya no sé si entiendo muy bien, al menos ya no estoy segura de que mi versión de su significado tenga validez para todos.

Y que conste que no creo que con el aumento del número de alumnos en el aula los más perjudicados vayan a ser los maestros que trabajen (y digo los que trabajen porque, no nos engañemos, el «ahorro» se basa fundamentalmente en dejar de contratar al mayor número de profesorado posible), los realmente perjudicados van a ser los niños y niñas que compartirán cada aula. Las generaciones a las que les toque prescindir de apoyos si tienen alguna dificultad en el aprendizaje.

Por muy provisional que sea la medida a esos niños y niñas nadie les va a poder compensar esa etapa en su proceso de aprendizaje. Habrá quién recuerde que hace años llegábamos a ser cuarenta por aula, pero quizás puedan recordar también cómo aprendíamos, de forma repetitiva y monótona, sin posibilidad de reflexión, de análisis. Exactamente lo que se esperaba de nosotros entonces, no sólo como alumnos sino también como ciudadanos.

La escuela pública debe compensar desigualdades, ofreciendo los medios y las oportunidades a los que carecen de ellos. Debe facilitar a sus alumnos el aprendizaje autónomo, la capacidad de decisión crítica ante su entorno y la sociedad que le va a tocar vivir. O al menos esa era la versión de la historia que yo me había creído.

No crean que me preocupan como maestra las clases de treinta alumnos, una va organizando el trabajo según se le presenta y desenvolviéndolo lo mejor que puede, pero precisamente porque sé que la capacidad del ser humano es limitada, me preocupan, y mucho, como madre.

Y es que la excusa de la crisis cada vez justifica más desatinos. Quién sabe qué será lo siguiente. Echémonos a temblar.

martes, 10 de abril de 2012

Domingo de Pascua

Domingo de Pascua

 ESPERANZA MEDINA ESCRITORA

Nos hacemos viejos, y eso se nota en que comenzamos a perder tiempo buscando las dichosas gafas sin las que no podemos leer el prospecto de las pastillas que nos prescribió el médico para el dolor de espalda, las recetas de cocina o las instrucciones de uso de la nueva televisión.

Nos hacemos viejos y nos cansamos de que la memoria nos juegue malas pasadas, recordándonos, con todo detalle, lo que vivimos. Quizá la felicidad estaría en no tener memoria.

 Desde luego, la memoria es altamente selectiva, y aunque a nosotros nos traiga de nuevo lo que dijeron en su momento tales o cuales personajes, a ellos parece que se les olvida con facilidad. Es de suponer que lo mismo ocurrirá en el otro sentido, aunque eso no puedo constatarlo.

 Lo que sí está claro es que el recuerdo nos va llegando con más nitidez (o así lo sentimos) según vamos acumulando años. Nos convertimos poco a poco y sin remedio en aquel «abuelo cebolleta» de mis lecturas de infancia.

 La vida está hecha de presente, de minutos que caminan sin destino (el futuro es una entelequia, quién sabe adónde nos va a llevar). Sin embargo, un alto porcentaje del ser humano es también pasado. Como el agua nos compone y nos sustenta, más aún cuanto más viejos nos hacemos. Por eso quizá nos alegra reencontrar trastos viejos que nos acompañaron y aún funcionan.

 Escuchar un disco de vinilo hoy sólo puede hacer sonreír a quien lo escuchó mucho tiempo antes. Como si no se puede disculpar el zumbido de la aguja sobre los surcos distorsionando el sonido cuando lo comparamos con los limpios discos compactos, por ejemplo.

Y, sin embargo, verlo girar es viajar a otro tiempo, no necesariamente más feliz, pero sí irrecuperable. Igual que aquella niña de 2 años, al borde de la acera, viendo desfilar las carrozas de Pascua, con serpentinas por la calle y la mirada atónita (quizá ya habían pasado aquellos atronadores tambores de la OJE y los cabezudos que la asustaban tanto).

 Algunos cabezudos parecen los mismos y hoy a ella le resultan simpáticos, incluso podría darles la mano si se acercasen. Los tambores ahora son alegres y caminan con las gaitas, no con jóvenes vestidos de seudomilitares. Y las serpentinas, ésas apenas han cambiado, aunque han recuperado su color en las fotos.

Hay otra niña de 2 años en la acera, no la conozco de nada, pero espera lo mismo que yo entonces. Ajena también al fotógrafo y al momento, quizás algún día, cuando no encuentre las gafas, intuya que siempre nos estamos haciendo viejos y que, por suerte, el presente sigue avanzando, aunque algunas veces nos pueda la nostalgia. Mis disculpas.