miércoles, 23 de mayo de 2012

Amor al arte

El misterio de la palabra

Amor al arte

ESPERANZA MEDINA PROFESORA Y POETA

 De los objetos que componen todas las artes quizá la palabra sea la menos universal, aunque no por eso deja de ser la más evocadora.

 Las notas musicales trascienden los idiomas, pero están sujetas de alguna manera a la interpretación de los músicos, del director de orquesta, al lugar en que las escuchamos, a los ruidos que pueden interferir. Si bien en ocasiones eso puede formar parte también de la emoción artística. Como ejemplo sirva la diversión inquieta de cientos de niños y niñas el domingo, disfrutando con la música clásica, en el auditorio diseñado por Niemeyer. Con la Orquesta de Cámara de Siero y Fernando Argenta. Seguramente, desde ese día, alguno tiene un oficio nuevo para contar cuando le pregunten qué quiere ser de mayor: director de orquesta.

 La pintura, la escultura, la arquitectura también pueden llegar a nosotros sin necesidad de traducción la mayor parte de las veces, aunque en muchas ocasiones si alguien nos echa una mano con los antecedentes, la historia o el motivo de la obra artística, ayuda bastante.

 Y ahí entra en juego la palabra, para explicarlo todo, para completar las sensaciones que el oído, la vista e incluso el tacto nos producen. Y también está la otra, la que evoca por sí misma, la que no necesita explicación ni antecedentes: la de los poetas.

La palabra que parece que nos llega de fuera pero que en realidad estaba ya en nosotros, dormida, esperando que alguien la animara para hacernos cosquillas de nuevo, como si nunca la hubiésemos escuchado antes. Exactamente lo que hizo el escritor Fernando Beltrán por los que acudimos a escucharlo hace unos días en el Valey, en Piedras Blancas. Con su presencia y su voz nos trajo versos que dejaron de ser suyos para ser nuestros, porque los poblamos de imágenes, de recuerdos y deseos según los iba dejando escapar en aquella sala.

Nos los trajimos a casa, en un libro, en un papel, en la pantalla del ordenador. Siempre a mano, siempre preparados para atendernos, junto con otras palabras y otros versos de otros poetas. No es cierto que la poesía nos asuste o que no la entendamos. Ni siquiera es cierto que necesitemos entenderla. Nada hay más personal, más íntimo, más propio, que las palabras que no decimos, que las que nos guardamos para sonreír por dentro. Que los versos que no sabemos que son versos o los que, sabiéndolo, digerimos a solas aunque no estemos solos.

Todo ello, sencillamente, por puro amor al arte.

martes, 8 de mayo de 2012

Trastos viejos

El afán que nos impide desprendernos de los objetos en los que enraizamos nuestra memoria

 Trastos viejos


ESPERANZA MEDINA PROFESORA Y POETA
 En algún momento de nuestra historia personal la caja metálica con lunares de colores del Cola Cao se convirtió en un objeto de coleccionismo, precisamente cuando hacía muchos años que en la mayoría de las casas habían ido a parar a la basura.

 No sé muy bien de dónde nos nace ese deseo de perdurar por encima de nuestra propia finitud, de conservar objetos prácticamente inservibles hoy día pero que nos aferran al pasado, como si lo realmente importante no fuese, sobre todo, el presente (el futuro quién sabe si llegará siquiera).

Y conste que yo me confieso totalmente culpable de esa añoranza agridulce, ese coleccionismo poco útil de objetos pasados. Me cuesta desprenderme de las cosas, como si conservándolas pudiera ahuyentar la certeza de que el tiempo es la realidad más cambiante y activa con la que convivimos.

 Así que, con la peregrina excusa de que aún funcionan, guardo la máquina de escribir, la grabadora que me regalaron cuando hice la primera comunión (no llegaba aún a la categoría de «radio-casset», que eso vino más tarde) o los disquets (si pensamos en un pasado muchísimo más reciente), de los que ya no recuerdo lo que contienen y que no puedo mirar en ninguno de los ordenadores de casa. Supongo que una tiene muy arraigado aquello de «mientras hay vida hay esperanza».

En cualquier caso siempre podemos pasar un rato divertido, en una especie de experimento de museo de la historia y la tecnología, si compartimos con nuestros niños del siglo XXI alguno de estos trastos viejos. Podemos jugar, por ejemplo, a adivinar por dónde y cómo se pone el papel en la máquina de escribir, qué hace un «comediscos» o cómo marcar el número de teléfono en uno de rueda.

 Supongo que la diversión no duraría demasiado, yo misma me veo incapaz de volver a tanto desarrollo manual, a sabiendas de lo gracioso que debe resultar verme escribir un mensaje de móvil en la pantalla táctil, a una velocidad bastante inferior a la que usaría para hacerlo de manera convencional con lápiz y papel.

 Pero no me rindo, los trastos de mi pasado los guardo para la sonrisa interna, para el soliloquio íntimo que me consuela de las pérdidas definitivas. Porque estoy decidida a avanzar hacia lo nuevo, aunque me toque ir siempre unos pasos más atrás y en algún momento del camino se vuelvan, como los míos, trastos viejos en otras memorias y otros recuerdos.