martes, 29 de enero de 2013

Prohibido niños


Los hoteles que no admiten menores

 

Quizá la infancia sea la época de la vida más añorada, sobre todo según se van cumpliendo décadas y uno se va dando cuenta de que los años pasados se han ido diluyendo sin dejar apenas poso en lo que hemos llegado a ser. Es posible también que ese recuerdo sea el más «retocado» en nuestro cerebro. El que más aditamentos y edulcorantes lo conservan. Prueben, si no, a compartir recuerdos de infancia con algún amigo o amiga de entonces. Habrá matices, a veces muy grandes, modificados o borrados totalmente que hacen que en ocasiones contemos varias historias y no lo misma compartida. Y es que ni nuestra infancia fue tan inocente, tierna y dulce como la recordamos en ocasiones, ni a todos la infancia actual les produce tanta dulzura, ternura e inocencia como cabría esperar. Recordemos, si no, el aumento de hoteles y restaurantes que inhiben la estancia a personas acompañadas de niños (por no decir que abiertamente se prohíbe entrar a los niños) o incluso algún que otro centro social.

Ninguna enfermedad contagiosa, ningún virus extraño ante el que uno deba tomar precauciones acompaña a los pequeños. O quizá sí, si entendemos que la dejadez de los padres a la hora de indicarles a estos niños y niñas cómo deben comportarse en lugares públicos sea un virus grave y de los peores. Se hace necesario recalcar que la «enfermedad» no está en esos niños, que de forma natural ríen, juegan, corren, cantan o cuentan historias fabulosas que, por desgracia, no siempre encuentran interlocutor. Ellos necesitan ser así, igual que nosotros seguramente lo fuimos en otro tiempo, sólo que a nosotros nos habían dejado muy claro, desde siempre, dónde se podía ser niño sin tapujos y dónde debíamos jugar a ser pequeños adultos «educados y formales».

Algo ha ido fallando en la transmisión entre generaciones de esas normas cívicas y de comportamiento social. Supongo que, como en aquel «teléfono escacharrado» de nuestros primeros años, siempre se está a tiempo de comunicar en voz alta la primera versión para corregir todas las posteriores deterioradas. Sólo me queda sugerir que, si alguien siente la tentación de poner el cartel de «prohibido niños» para evitar molestias y ruidos a los huéspedes de su establecimiento, lo extienda a «personas poco cívicas y respetuosas con los demás», por aquello de que los adultos tampoco lo hacemos mal y ni siquiera tenemos la excusa de la infancia o de unos progenitores indolentes.

martes, 15 de enero de 2013

Un famoso

El concepto de fama en la actualidad

 
ESPERANZA MEDINA PROFESORA Y POETA

Contaba el otro día un adolescente de 14 años que en una excursión que habían hecho con su profesora habían visto «un famoso». Buena parte de sus compañeros corrió a pedirle un autógrafo, aunque, confesó, ninguno lo conocía previamente, ni por sus hazañas (que parece que eran deportivas, según dijo la profesora), ni por ver su rostro con frecuencia en la prensa escrita y mucho menos en la televisión.

Pero claramente hay algo que supera cualquier interés sobre su persona o su destacada actividad y es llevar el apellido «famoso».

No importa quién lo haya nombrado así, ni cuál haya sido su mérito, lo importante es entrar en esa categoría tan heterogénea y a la vez tan difícil de definir. Para la mayoría de estos adolescentes ser famoso posiblemente signifique salir en alguna serie o programa de televisión, no siendo imprescindible tener ninguna habilidad artística, científica o humana que destaque por encima de la media. Más bien al contrario, cuanto más insignificante para el enriquecimiento y el desarrollo del ser humano sea, más admiración despertará. Porque eso nos acerca a nosotros, gente vulgar, a ese objetivo.

Si cabe la posibilidad de que ser «ex novio, ex amiga, ex vecino o ex empleada de» y contar o inventar sus trapos sucios nos aproximará a la fama, nada impide que cualquiera de nosotros, con pocos escrúpulos, pueda llegar a ello.

Aunque reconozco que más terrible es el ejemplo de algunos adolescentes, en muchos casos norteamericanos, que para alcanzar este objetivo deciden cometer asesinatos indiscriminados. Espero firmemente que los nuestros se conformen con el cotilleo y la participación en los «realities», que tanta audiencia tienen, por muy peregrino que sea el motivo.

Difícilmente reconocerán a esta edad a un escritor o a un científico, incluso en el caso de haber tenido que estudiarlo en sus clases. Un poco diferente es el caso de los deportistas, aunque no es únicamente el mérito y el esfuerzo personal lo que los lleva a admirarlos, sino que, de nuevo, son los que aparecen en la televisión los populares.

En cualquier caso, el deportista que firmó autógrafos a los alumnos de la ESO en aquella excursión se habrá sentido por un momento apreciado y arropado. Seguramente los adolescentes, sin pretenderlo, le hayan hecho pasar un buen rato, que, aunque no he conseguido saber en qué disciplina entrenaba ni cuáles eran sus logros, estoy segura de que lo tenía muy bien merecido. La próxima vez espero que lo llamen por su nombre y sean capaces de transmitirle su admiración, y no únicamente por ser «un famoso».

miércoles, 2 de enero de 2013

Historias gráficas de ayer y de hoy

 
 
ESPERANZA MEDINA POETISA

Salía la otra semana con unos amigos de la charla que Alfonso Zapico y Ángel de la Calle ofrecieron en el cine del Niemeyer y que llevaba por título «Encuentro El cómic y la vida», reflexionando sobre lo que habían significado en su momento para nosotros esas historias que se nos presentaban en viñetas secuenciadas.

Entonces no los llamábamos cómics, si acaso tebeos. Aunque las más de las veces su nombre tenía más que ver con los personajes que los protagonizaban. Los quioscos eran los auténticos templos de este tipo de lecturas, atiborraban sus paredes exteriores o escaparates y llamaban nuestra atención hasta el extremo de ser capaces de descubrir entre ellos la última novedad.

Durante muchos años, del dinero que nos daban en casa el fin de semana para comprarnos alguna golosina, mi hermano y yo siempre reservábamos una parte apara hacernos con alguno de aquellos títulos, que se podían leer una y otra vez sin ningún problema (no recuerdo haber leído en mi vida tantas veces un libro como lo hacía con aquellas viñetas antes de que mi padre las empaquetara con un cordel y las bajara para «guardarlas» a la carbonera porque ya ocupaban demasiado en casa. Nuestra carbonera era pequeña y aún así ya nunca volvían a subir.

Pero siempre había más en casa, de Mortadelo y Filemón, de Zipi y Zape, del avaricioso Tío Gilito, incluso del Capitán Trueno o alguno de los superhéroes de Marvel que mi primo traía cuando venía de Estados Unidos. Y no sólo los leíamos mi hermano y yo, también mi padre lo hacía, tal vez por eso disfrutábamos tanto con ellos. Quizás sea cierto eso de que para aficionar a los más pequeños a la lectura lo mejor es el modelo familiar. En cualquier caso, y aunque no sea una garantía, no estará de más intentarlo en nuestras propias familias.

En aquel tiempo nos acercábamos a todo tipo de historias a través de las viñetas. Desde Julio Verne al Quijote se podían encontrar libros con algunas páginas intercaladas de viñetas, que resumían o ampliaban una situación, según se interprete desde el punto de vista del texto o de la imagen. Había también cuentos de princesas desgraciadas con final feliz, de magos, duendes y hadas en delicadas ilustraciones en blanco y negro con una colorida portada en un papel ligeramente más grueso que el de las páginas interiores.

Todo ese recuerdo compartido nos llevaba el otro día a entender como natural que ahora los cómics nos aproximasen también a la historia, a las biografías, a la realidad. Aunque a muchos se les haya olvidado aquel pasado infantil y ahora resulte que a quien se acerque a este lenguaje artístico se le considere un friki. Qué le vamos a hacer.