martes, 28 de octubre de 2008

¿Dónde está San Juan de Nieva?

¿Dónde está San Juan de Nieva?

La mejorada estampa de Avilés contrasta con la suciedad que soporta la parroquia próxima al puerto


ESPERANZA MEDINA PROFESORA Y POETA Me he puesto a soñar, que es un entretenimiento francamente barato, muy acorde con todo esto de la crisis. En mi sueño, yo vivía en una ciudad cerca del mar. De hecho, la ciudad tenía una hermosa ría con aguas tranquilas y transparentes. Si una ponía mucha atención, podía ver algunos peces deslizarse dentro del agua. Las gaviotas no se daban un festín de basura, sino que disfrutaban cada día de pescado fresco.

Era agradable ver algunos veleros adentrarse despacio, sin prisa, en el puerto. Al otro lado la playa, se podía adivinar la risa de los niños salpicándose con el agua, y a las madres llamándolos para que no se despistasen y se mantuviesen en la orilla.

El día era luminoso, y el paseo desde el puente de hierro, que llamaban de San Sebastián, estaba convirtiéndose en un verdadero placer.

Caminar despacio, acompasando los pies al aroma venido del mar y al recuerdo de aquellas historias que contaba mi padre de su juventud, cuando nadaban hasta la cucaña en medio del agua y probaban a alcanzar el premio. Y de sus brazadas, poderosas para mí, que le llevaban hasta alguno de los barcos del otro lado nadando, y nadando volvía otra vez a la playa, a intentar que yo aprendiese también a desplazarme de esa manera tan parecida al vuelo y tan relajante cuando una se deja ayudar por el agua.

Y en el sueño-paseo veía de nuevo los barcos pesqueros, las cajas, la captura, las botas de agua y el ajetreo continuo de la vida, o del cansancio, porque la vida de verdad, la del descanso, venía luego, cuando se acababa la faena y se podía volver a casa, o al chigre, o a cualquier otra parte donde el tiempo sólo le pertenece a su dueño.

Y como soñando una tampoco se cansa demasiado, el paseo se alargó más allá, camino de San Juan de Nieva, esperando llegar hasta la playa en una agradable continuación de la ruta que llevaba. Incluso quizás pudiese acercarme hasta El Espartal.

Pero, sin previo aviso, como sólo sucede en los sueños, todo se transformó en una especie de pesadilla: esperaba divisar a lo lejos un tranquilo pueblo costero, el primero en saludar a los barcos que entran en la ría, un pueblo para sentarse a adivinar de qué país proviene cada uno cualquier tarde serena, templada, con aroma a salitre y el faro al frente. Pero sólo había montañas de carbón, y un viento que esparcía por todos lados un desagradable manto de suciedad y abandono. Ni naves para esconder el material, ni árboles para disimularlo a la vista, sólo pilas y pilas de carbón.

Tuve la sensación de que alguien había barrido con una enorme escoba la ciudad dejándola resplandeciente, pero metiendo toda la basura bajo la alfombra del salón, en la entrada misma de la ría. Y las escobas gigantes comenzaron a perseguirme y me vi envuelta en una frenética carrera buscando la playa, la arena, el mar, la salvación.

Desperté sobresaltada. Por suerte, todo había sido un mal sueño, ¿o tal vez no?

martes, 14 de octubre de 2008

La rula vieja

La rula vieja


ESPERANZA MEDINA Entro en la cafetería que hay frente a mi casa, me siento en la primera mesa de la izquierda, levanto la vista y, como siempre, ahí está, esperándome, «la rula vieja». Cada vez digo lo mismo: «Cómo me gusta ese cuadro», pero no es el cuadro en sí, sino la imagen perdida de un edificio que me acompañó en mi infancia y se convirtió en un fantasma del pasado para dejar sitio a una carretera que tiene ya los días contados. Sin embargo, aunque la carretera se esfume como el edifico antiguo de la rula, estoy segura de que no la voy a echar de menos. Para mí sigue siendo una intrusa, no sólo por el lugar que usurpó, sino también por la ofensa estética que supone entre nosotros y el mar, aunque éste haya estado muy, muy sucio. Una tiene derecho a no ser práctica y sí un poco soñadora.

Es más, aunque reconozco que el estilo arquitectónico del edificio no era singular, único ni irrepetible, sentí una gran desazón cuando lo derribaron, porque con él se fue aquella tarde de vacaciones que pasé rulando con Felisa (para quien trabajaba mi padre), los barcos de colores que se veían desde el parque, la descarga del pescado como parte de la vida de la ciudad, porque estaba en la ciudad misma. Y no es que esté mal donde está ahora, es que a mis ojos de niña les queda lejos.

Como lejos queda el día en que en el colegio nos encargaron una redacción de varios folios y yo decidí acompañar a mi padre a la rula. Una niña en el trasiego de hombres, mujeres y cajas de pescado, con los ojos tan abiertos como los de los besugos, calzada con botas de agua y pudiendo pulsar un botón para pujar por la mercancía, eso sí, sólo bajo indicación (supuso un gran esfuerzo y autocontrol no tocarlo más veces). Y las pilas inmensas de hielo, y los pies fríos porque no estaba mi madre para reñirme ni mi padre tan desocupado como para darse cuenta.

Y al final, cuando ya todo el pescado estaba cargado, leche y un pastel en aquella cafetería de ventanales sobre la ría (pienso en ella cuando veo el diseño del nuevo Centro Cultural Oscar Niemeyer, que dicen tendrá un establecimiento hostelero en lo alto de una torre, con vistas a nuestro puerto. Después de todo, las buenas ideas de alguna manera consiguen volver).

También sé que los ojos de la infancia pueden ver hermoso lo más grotesco, y que para los mayores, como mi padre entonces, aquello era sólo un lugar de trabajo, un local donde echar unas horas para llevar un pequeño sobresueldo a casa. Pero no puedo evitar pensar, cada vez que paso por allí, que cuando se fue «la rula vieja» el mar se apartó un poco de Avilés, ofendido tal vez por tanta desconsideración como le mostrábamos, dándole la espalda con una carretera que quizás no debió nunca atravesar la ciudad. Pero poco a poco nos hemos ido haciendo amigos otra vez, hemos hecho las paces, lo hemos ido cubriendo de pequeños barquitos llenos de gente y de vida, con menos color, eso sí, que los de antes.

Ahora sólo espero que algún día del puerto deportivo pueda salir un barco que nos lleve a ver la costa desde el mar y quizás nos acerque, una o dos veces al día, al puerto deportivo de Gijón.

Ya dije que me gusta soñar.