martes, 22 de julio de 2008

De viajes y recuerdos

De viajes y recuerdos


ESPERANZA MEDINA Hace unos cuantos años, me temo que bastantes, en mi casa había una enciclopedia. Era de mi padre y en algunas de sus páginas venían datos de las ciudades más importantes de España. Junto a esos datos aparecía alguna foto de lugares significativos de dicha ciudad. Recuerdo que iba marcando con una cruz, a lápiz (mi manía por cuidar los libros nunca me permitió escribir en ellos de ninguna otra manera), cada ciudad en la que mi abuela había estado. Era un extraño trofeo aquella enciclopedia, porque a mí me parecía que mi abuela había visto tantos lugares en el mundo que era realmente difícil superarla. Aunque desde el tiempo en que yo la conocía (poco, porque mi edad era muy corta) apenas se había movido de Avilés para ir a Oviedo o a Gijón, yo me la imaginaba como una pertinaz y osada viajera que había estado incluso en las fiestas de San Fermín, por supuesto, no corriendo delante de los toros, sino viendo el encierro desde un balcón.

Luego, a aquella enciclopedia le faltó espacio, porque mi abuela se fue a pasar unos meses en EE UU. Entonces comprendí que el mundo era realmente muy grande y se podía ir muy muy lejos.

Los viajes que ella me contaba fueron perdiendo empaque a medida que yo misma hacía alguna excursión con mis padres en autobús, el trayecto se me hacía eterno y lo único divertido eran las canciones que le pedían al conductor que acelerase para ser de primera, pero él debía de querer permanecer en segunda, al menos de momento. A mi me hubiese encantado ver «volar» el autobús y llegar a nuestro destino con un flamante conductor de primera.

Pero en lo que realmente viajé mucho fue en tren, cada año nos íbamos en él de vacaciones, en el expreso, «la unidad», incluso alguna vez en el «tren correo». Ese era el peor, porque paraba en todas las estaciones, y cuando digo todas, quiero decir absolutamente todas.

Aun así, viajar en tren siempre me ha encantado, me siento como en mi casa, forma parte de mi infancia, aunque en ocasiones tuviésemos que hacer parte del trayecto en la plataforma, sentados sobre las maletas, porque los vagones iban demasiado llenos. Pero eran otros tiempos y, por suerte, otros viajes, en los que había que llevarse el bocadillo y algunos incluso se atrevían con la tortilla.

Otros viajaban en coche ¡qué suerte tenían!, poder ir en coche donde quisieran, sin esperar el tren en las estaciones. Como no teníamos coche nunca supe lo que era ir cinco personas en un «seiscientos» cargados de equipaje. Emocionante, seguro.

Ahora los viajes son muy diferentes, y en vacaciones nos entra una extraña fiebre que nos obliga a viajar. Si alguien dice que se va a quedar en su ciudad lo miran por encima del hombro, con pena. Si el viaje va a ser por España la mirada es de lástima, porque, posiblemente, «no le da el sueldo para irse al extranjero». Un destino por Europa es aceptable, pero para un puente. Lo que realmente se lleva es irse a lugares exóticos como las islas Seychelles o Cancún. Y alguno, ante esos viajes, parece que se empequeñece porque sus vacaciones las va a pasar tranquilamente en una casa de un pueblo. De ninguna manera debe ser así, cualquier viaje, por corto que sea, puede ser placentero.

En cualquier caso, invito a los que no se van a que no se agobien, porque darse unos paseínos por Avilés es muy recomendable. Y si se echa de menos la sensación de «turisteo», no estaría de más apuntarse a una de las visitas guiadas por la ciudad que ofrece el Ayuntamiento, que deberían ser prácticamente obligatorias para todos los avilesinos o empadronados en la villa. A veces no valoramos lo que tenemos en casa porque no lo conocemos lo suficiente.



martes, 8 de julio de 2008

Lectura de verano

Lectura de verano



ESPERANZA MEDINA Llegan las vacaciones, quien más y quien menos ha guardado algún libro para leer esos días en los que aparentemente uno no tiene nada que hacer (luego se van en un suspiro y la sensación que nos queda es de cansancio y de no haber hecho ni la mitad de lo que habíamos planeado, paradojas de las vacaciones).

Y cargamos la maleta de objetos que no vamos a usar pero que nos parecen imprescindibles; a veces alguno de esos objetos que va y viene en un viaje sin sentido es un libro, el libro que estábamos deseando leer y que vuelve para mejor ocasión, quizás en Navidad, o el próximo verano.

Para algún observador excesivamente crítico puede parecer como si leer nos supusiese un esfuerzo imposible de soportar los días laborables: de las revistas, miramos los «santos» (como decía mi abuela); del periódico los titulares y no siempre todos, a veces sólo los que tienen las letras más grandes; de los libros, la solapa y los dejamos para el verano (momento que, para la mayoría de ellos, nunca llega).

Sin embargo, debemos contradecir a ese observador ya que, curiosamente, desde que aprendemos a leer, lo leemos absolutamente todo: los más nimios detalles del paquete de detergente mientras permanecemos en el baño, la letra más pequeña de las cajas de galletas (incluso, a veces, en portugués) mientras desayunamos; el letrero con los mismos horarios de siempre cuando esperamos el tren; los nombres de los compañeros de promoción en la orla de la pared de la consulta del dentista.

De alguna manera, estamos predestinados a la lectura, como un acto involuntario al que no podemos sustraernos. Y, sin embargo, nos falta algo que nos empuje al libro cada día, a ese pequeño confidente que nos susurra, en voz tan baja que nadie más oye, historias, sensaciones y paisajes que de otra manera no nos llegarían.

Es cierto que no hay tiempo, leer es un acto solitario que nos aísla de la familia, las interrupciones nunca son bienvenidas: si el libro es interesante, nos fastidia tener que dejarlo un momento; si es uno de esos que nos hemos propuesto leer a pesar de todo, que nos interrumpan supone perder el hilo y tener que retomarlo más atrás, con más desgana porque nos urge terminarlo (yo soy de las que siempre otorgan el beneficio de la duda, hasta el final, por si mejora). La televisión, por el contrario, podemos verla juntos, y hasta hacer comentarios en los momentos de anuncios, creo.

Se dice constantemente que si los adultos leyeran más libros, los niños también lo harían. Es posible que no sea tan sencillo solucionar el problema de motivación que se les plantea a los maestros a la hora de proponer lecturas a sus alumnos; no obstante, que los adultos lean más es, en cualquier caso, enriquecedor para los adultos. La literatura es un bien común que deberíamos disfrutar todos, como lo hacemos de la playa, o de la arquitectura, o la escultura de nuestra ciudad. Quizá poniendo microrrelatos en los paquetes de detergente, poemas en las cajas de galletas, en las paradas del tren, libros de relatos en las consultas del dentista y organizando ¿por qué no? algún recorrido a paso ligero dentro de las tablas de gimnasia para adultos de los polideportivos hasta la Biblioteca Municipal, volviendo con un poco más de peso en la mano, una marcha tranquila y respirando profundamente, por ejemplo. Ya se sabe que hay que cuidar a la vez mente y cuerpo.

Por cierto: ¿qué libro nos toca para este verano?