martes, 26 de febrero de 2013

Nuestro nombre

Nuestro nombre

De la importancia de la identidad de las personas

 


Todos sabemos lo importante, y lo difícil que es a veces, llamar a las cosas por su nombre. Más importante aún es hacerlo con las personas.

En nuestra infancia, una de las primeras cosas que aprendemos del lenguaje es a identificar los sonidos de la palabra con la que se refieren a nosotros quienes nos quieren. Nuestro nombre queda así vinculado para siempre a nuestra parte afectiva, a nuestra identidad emocional. Por muy repetido que esté en nuestro entorno, por muchos tocayos que conozcamos a lo largo de nuestra vida, nos sentiremos identificado con él.

Esa es la razón de que sea tan importante acercarse a las personas por su nombre propio, saber cómo se llaman hace que pasen de ser «un alumno de quinto» o «una compañera de clase de inglés» a ser él o ella. Del indefinido al personal, casi nada.

Cuando inicio un nuevo curso, con un nuevo grupo de alumnas y alumnos, lo primero que esperan de mí es que me dirija a ellos por su nombre. Puedo ver su expresión hacerse confiada cuando los nombro. No seré una extraña (pensarán ellos) si conozco quiénes son, si soy capaz de identificarlos y diferenciarlos entre el resto del mundo. Yo lo sé, por eso me esfuerzo desde el primer momento de nuestro encuentro, incluso hago trampa si es necesario con tal de no decepcionarlos.

Y sin embargo siempre me queda la deuda contraída con tantas personas que he conocido, con las que he compartido momentos de mi vida y de las que ya apenas puedo recordar su cara y menos aún su nombre. Me gustaría tener un archivo recuperable a voluntad, en alguna parte de mi memoria, con todas esas caras y esos nombres. Para unirlas con la imagen y la sensación de su presencia en mi vida, a veces breve, que sí recuerdo.

Me consuela, sin embargo, pensar que lo mismo les ocurrirá a tantos otros con el mío. No es un mal que sólo yo padezca, saberlo me tranquiliza.

Ya sea porque el cerebro necesita ir liberando espacio para los nuevos datos que van llegando, o porque el encuentro fue menos importante para el otro que para uno mismo, los nombres se olvida, incluso las palabras dichas se olvidan. Como lo habrá hecho mi admirado Antonio Gala al minuto siguiente de dedicarme, allá por 1984, en un folio ya amarillento, un «para Esperanza, con mi esperanza en ella».

Nada que reprochar a ese olvido que todos compartimos, porque a pesar de ello, llevamos en nuestro equipaje los nombres, no sólo de quienes nos han querido, sino también de quienes hoy no sabrían nombrarnos pero que alguna vez lo hicieron.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Hagan juego, señores

La publicidad que puede acabar conduciendo a ludopatías


 


Lo que tiene el frío es que nos aconseja quedarnos en casita en la medida de lo posible. Eso conlleva en muchas ocasiones dedicarle más horas al sofá, la calefacción y el televisor.

Televisor que pasa mucho tiempo cambiando de una cadena a otra en busca de algo realmente interesante (que pocas veces llega, por otro lado). En estos saltos a través del mando a distancia dedicamos buena parte del tiempo a ponernos al día en lo que a anuncios publicitarios se refiere. Somos, en estos momentos más que nunca, sujetos pasivos, receptores de mensajes más o menos evidentes destinados a un único objetivo: el consumo.

La sociedad evoluciona, no cabe duda. Otra cosa es cómo lo haga. A veces la sensación es de una lentitud pasmosa (sobre todo en las cuestiones realmente importantes) y otras parece una frenética montaña rusa, una de esas gráficas cuyos picos suben y bajan evitando la horizontal y que se quedan totalmente fuera de nuestro control, incluso de nuestra comprensión.

Si reflexionamos un momento sobre aquella publicidad de nuestra infancia en la que «un negrito del África tropical» fue capaz de cambiar el aspecto y el sabor de la leche de nuestro desayuno, nos daremos cuenta de hasta qué punto lo que nos cuentan, aunque no nos lo acabemos de creer, nos convence e incluso, con el paso de los años, aquellas melodías, aquellas imágenes, nos devuelven un poco de la infancia.

En todo, está claro, hay un camino que vamos recorriendo. Uno espera que sea hacia delante, que avance, aun en el caso de que parezca que lo componen demasiadas curvas.

Hubo un tiempo en el que parecía que en la publicidad empezaba a no servir todo. Dejaron de hacerse anuncios de tabaco, de bebidas alcohólicas. Se cambiaron un tanto los estereotipos (me temo que sólo por exigencias del mercado), aunque no lo suficiente como para que se haya abandonado también el sexismo.

Sin embargo, aparecen otros objetos de consumo que con el tiempo pueden llegar a crear problemas y adicciones tan graves como el alcohol, el tabaco o cualquier otra droga.

Me sorprenden los anuncios de casinos o juego a distancia. La facilidad con la que uno puede perder su dinero desde su propio sofá, ése al que nos lleva el frío. Pero me asusta mucho más que haya ahora mismo un niño al que, como la del «negrito del África tropical», le suenen un día a infancia estas melodías.

Si es cierto que queremos que la sociedad avance, no todo deberá valer.