domingo, 7 de julio de 2013

"Güelos"


Los abuelos son el cariño perpetuo y hoy por hoy parte imprescindible de la vida actual, cada vez más compleja



Son quienes viven orgullosos de nosotros, los que nos consienten, por encima de toda lógica, los caprichos que nuestros padres nos escamotean. Los que aún tienen el tiempo y la paciencia de contarnos los cuentos, de hablarnos de su infancia, de explicarnos mil veces lo que posiblemente no ha ocurrido, ni tan siquiera una, tal como ellos lo exponen.
Son, generación tras generación, el cariño perpetuo, el referente más tierno de nuestra propia infancia, cuando padres y madres estaban ocupados en darnos un futuro y eran responsables de la ropa, los libros del colegio, que comiéramos bien, que tomáramos leche, que no nos resfriásemos, que durmiésemos todas las horas necesarias. Los abuelos, en cambio, podían permitirse ser menos responsables, al fin y al cabo ya habían cumplido, ya habían sido padres.
Recuerdo con cariño, con inmensa ternura (inmensa es decir poco) las pocas veces que mi abuela me despertaba por la mañana para ir al colegio. Me hacía el desayuno, desmenuzando las galletas en la leche y llevándomelas a la cama, y para que no estuviese muy caliente me lo echaba en un plato hondo. Ella nunca lo supo, pero esa papilla de galletas y leche con cacao era lo único que podría haber hecho que yo abandonase entonces mi pereza mañanera, porque la sola posibilidad de que me trajese aquella amalgama a la cama me hacía levantarme más ágil, para llegar a la cocina antes de que ella comenzase a deshacerme las galletas. Pero cuanto la quise, pero cuanto la quiero, aunque haga tanto tiempo que ya no está conmigo.
Nos contaba los clásicos cuentos infantiles y otros que no parecerían ahora muy apropiados para la infancia, esos eran los que más nos gustaban, los que le pedíamos que nos repitiera una y otra vez y de los que casi siempre teníamos que recordarle algún trozo porque posiblemente olvidaba lo que se había inventado el día antes. Hoy por hoy los abuelos son parte imprescindible de la vida actual, cada vez más compleja. Ayudan a sus hijos y cuidan de sus nietos, los levantan temprano para ir al colegio, hablan con la maestra, les preparan el baño, la comida, la cena y los llevan al parque. Participan de la rutina diaria de la mayoría de los niños y niñas que están creciendo ahora. Y qué suerte tenerlos.
Entre abuelos y abuelas y sus nietas y nietos hay un hilo invisible, un afecto especial, diferente a cualquiera, una magia exclusiva que hace que a pesar de que pasen los años, de que a veces se vayan, siempre sabremos con certeza que buena parte de lo que somos se lo debemos a ellos.

martes, 18 de junio de 2013

Lo que importa


Estemos alerta ante lo que nos contamina a nosotros y a nuestros hijos

Lo que importa



Supongo que una de las cosas más complicadas de la vida es realmente eso: saber qué es lo que de verdad importa.

En ocasiones dedicamos tanto tiempo a su búsqueda que descuidamos lo aparentemente pequeño, lo que parece no tener graves consecuencias, pero a la larga acaba definiéndonos y, muchas veces haciéndonos ser precisamente lo contrario de lo que habríamos querido.

Y es que en realidad casi todo importa. Importan los anuncios, programas de la televisión, revistas, películas, etcétera, que se empeñan en hacernos pensar que debemos ser perfectos, que necesitamos unas determinadas proporciones físicas para ser felices, para que nos quieran. Nunca he entendido muy bien por qué debemos convertirnos en cisnes al final del cuento. Ser pato no está mal, y hay muchos tipos de patos, lo de guapos y feos no debe tener mucho que ver con las leyes de la Naturaleza, no al menos como nosotros lo entendemos: los patos de colores más vistosos suelen ser los machos para distraer a los depredadores y que la hembra pueda salvar la nidada.

La perfección es por definición inalcanzable, porque siempre está en las condiciones y la mirada de los otros, así que relajémonos y estemos siempre alerta ante lo que nos contamina a nosotros y sobre todo a nuestros hijos.

Porque todo importa nuestra obligación es analizar con lupa lo que llega a nuestros niños y niñas, a veces bajo la etiqueta de educativo, elaborado con muy buena intención, pero con muy poco análisis. No hace mucho acudía a una actividad de ese tipo, se nos ofrecía un pequeño corto de dibujos animados para motivar nuestro lado cinéfilo. Nada que objetar en el planteamiento, el cine nos permite vivir otras vidas, pero en un momento determinado aparece un personaje que llama la atención, una mujer vestida de rojo, exuberante, contoneándose, tras la que se iban los ojos del personaje protagonista (literalmente, recuerden que era una animación). No iba al cine a disfrutar, iba a ligar. Podría tener cierta gracia si todos los que recibimos ese mensaje subliminal fuésemos adultos, pero la mayoría del público tenía entre 3 y 5 años.

Es sólo un pequeño ejemplo, breve y espero que con poca trascendencia, pero seguro que se va uniendo a muchos más con los que niñas y niños conviven día a día. Por eso saquemos nuestra lupa, seamos exigentes y exquisitos en la preparación de ese futuro que queremos para ellos, porque, no lo duden, al final todo importa. Y está en nuestras manos.

miércoles, 5 de junio de 2013

Entonces

Recuerdos de la pereza inútil de la infancia

 


 





Nos gustaba rodar sobre la hierba, observar los insectos, los renacuajos antes de que se hiciesen ranas. Mirar a las mujeres que tendían la ropa, despertar la pereza de las horas completas, las que pasan sin miedo a que nada se acabe. Esperar que tu madre gritase «la merienda» y volver a la calle del pan con chocolate.

Las tardes infinitas, los lugares perfectos, donde habitaban juntos los grillos y el asfalto.

Se podía pasar de la ciudad al campo sin salir de mi calle. Se podían vivir las vidas de los libros, o inventar otras nuevas. Los amigos valían más que cualquier juguete, la aventura esperaba siempre en las escaleras, que bajabas deprisa sin usar pasamanos ni barandilla alguna. Quién necesita apoyo cuando se siente inmune a todo lo que duele.

La galbana jugaba con la risa y al corro, a la queda, al cascayo, a la goma y a todo.

La galbana agotaba la luz de cada día, y encendía farolas y bombillas y lámparas, y nos llevaba a casa a cenar y a la cama. Un lapsus solamente, la mañana volvía. Y volvía otra vez cargada de pereza, de carreras y olores. Y había primavera, y verano. Así sería siempre, estábamos seguros.

Entonces no sabíamos que hay cosas que terminan, personas que abandonan, miedos que no nos dejan vivir esa pereza con gozo y sin recortes. Entonces el presente pesaba como el oro, se medía en quilates, ni el antes ni el después tenían importancia.

Ahora el pasado duele, por su propia inconsciencia, y por esta certeza de haberlo ya perdido. Condiciona el futuro todo lo cotidiano porque asusta saberse inseguro y finito.

Ahora necesito coger la barandilla, mirar los escalones y no pisar en falso. Sentirme cuidadosa, forzar el optimismo. Y necesito, al menos cada una o dos semanas, como una medicina que sosiega el cerebro, volver a la pereza inútil de la infancia, desconectar el ritmo circular de mis pasos y escribir estas cosas, que no sirven de nada.



martes, 21 de mayo de 2013

Gente corriente

La excepcionalidad que encierran las vidas aparentemente comunes




Mi familia, como la mayoría de las de ustedes, es gente corriente. Gente que sobrevive al día a día, con mayor o menor entusiasmo, con más o menos dificultades. Gente aparentemente sin historias destacables, y, sin embargo, cuánta gente sencilla, como ustedes y yo, como sus familias o la mía, serían auténticos héroes del celuloide.

Mi abuela sobrevivió a la guerra y a la dura posguerra siendo la mujer de un republicano encarcelado, con seis hijos pequeños. Hasta que a mi abuelo lo dejaron volver del «campo de trabajo» a morir a casa con 42 años. Nunca la oí quejarse.

Al contrario, cuando empezó a obtener lo que honestamente le pertenecía se sentía agradecida. Tantas nadas hacen que lo poco parezca mucho.

Tardó bastante en entender que no era el propio Adolfo Suárez quien le pagaba aquella pequeña pensión de viudedad que le llegó tras la democracia. Siempre se lo agradeció a Suárez, como si se conociesen y hubiese sido generoso con ella, incluso después de cambiar el presidente del Gobierno.

A mi abuela le gustaba viajar, en ocasiones se subía a un autobús cargado de amigas y vecinas para pasar dos o tres días en los Sanfermines o conocer la Giralda de Sevilla. Qué no daría hoy ahora por conservar aquella enciclopedia en la que yo había anotado con una cruz las fotos de cada una de las ciudades españolas más importantes que ella había visitado.

En alguno de los años setenta, no puedo recordar cuál, se subió en un avión rumbo a Nueva York, a visitar a sus hijas emigradas años atrás y a la Estatua de la Libertad, por la que subió hasta lo más alto. Estoy segura de que fue feliz.

Cuando yo era niña quería ser como las protagonistas de las películas que veía o de las novelas de aventuras que leía. Quería ser especial, destacar entre la mayoría, vivir una historia que dejara huella. Para ello tendría que dejar de ser yo misma y transmutarme en alguien diferente, interesante y único. Con el tiempo debía llegar esa «vida de película con final feliz».

Miren ustedes por dónde, he conseguido comprender que esa vida es en realidad la de todos nosotros. Insignificante entre la mayoría, pero única. Con todos los ingredientes de cualquier novela. No nos falta ni el miedo, ni la felicidad, ni el dolor, ni la angustia, ni el descubrimiento del gozo, ni el esfuerzo, ni la recompensa, ni siquiera la decepción.

Somos, sin saberlo, gente corriente con vidas de película. Aunque el final nunca sea feliz, simplemente definitivo.

martes, 7 de mayo de 2013

Lo normal


Las lenguas no son excluyentes, sino que transmiten experiencias de vida

 
 


Hace un tiempo me preguntaba mi madre por una escritora de la que había visto una entrevista en la televisión regional . Cuando yo quise saber si hablaba en asturiano o en castellano en la entrevista, mi madre me contesto: «No me acuerdo, hablaba normal».

Lógicamente busque en internet y comprobé que ambas, entrevistadora y entrevistada, dialogaban en asturiano.

En estos tiempos en que manejarse en varios idiomas es tan necesario, no sólo para viajar, sino también para encontrar un trabajo, dentro y fuera de nuestras fronteras. Tiempos en los que ser bilingüe parece claramente una ventaja, resulta que convivimos con más personas bilingües de las que creemos. Personas que, como mi madre, no diferencian si lo que oyen está en castellano o en asturiano, porque lo entienden de igual modo. Personas que posiblemente llevan toda una vida realizando el esfuerzo de evitar la manera de hablar de su infancia porque siempre les dijeron que «sonaba mal, que hablaban mal». Todos ellos se merecen que sus biznietos y sus tataranietos vean también normal el asturiano.

Se merecen además que esas generaciones venideras sean capaces de escribirlo, de leerlo, de cambiar de lengua, según les apetezca, sin complejos y sin miedos. Sabiendo que hablarán un mejor castellano cuando sepan distinguir qué parte de su discurso es en una u otra lengua.

Recuerdo ahora, con tristeza por su reciente fallecimiento, aquella charla del profesor senegalés de la Universidad de Dakar, Amadou Ndoye, en la que hablaba de los idiomas como llaves para la vida, y hablaba mucho de la vida. De la vida de un senegalés que conocía perfectamente el castellano y que quería que el mundo también conociese a Senegal.

Contra lo que algunos piensan, las lenguas no son excluyentes, son una herramienta de comunicación y de transmisión, de transmisión de cultura, ya que las experiencias no siempre son las mismas, tampoco es la misma la forma de nombrarlas. Pero las experiencias pueden compartirse, igual que las palabras.

No son las lenguas las que nos separan, son los usos, los malos usos que algunos hacen de ellas los que nos ponen en guardia contra el objeto equivocado.

No reniego de ninguna de las dos lenguas con las que convivo, me gusta el castellano y me gusta el asturiano. A las dos les debo muchos momentos felices.

Si saber más de un idioma nos hiciera más pobres o más estúpidos, no nos resultarían tan admirables las personas que conocen tres, cuatro, cinco o siete idiomas.

En palabras del propio Amadou Ndoye : «Aprender un idioma es asumir una cultura. Y en el mundo hoy ser monolingüe es una enfermedad que se puede curar». Empecemos por lo fácil, lo nuestro.

miércoles, 24 de abril de 2013

Primavera en la escuela

El profesorado, pieza clave en la enseñanza

Primavera en la escuela


 

Lo estábamos deseando. Necesitábamos confirmar que el sol puede salir tres días seguidos, que ni la lluvia ni el invierno son para siempre. Que los parques siguen en su sitio, que después del colegio hay vida al aire libre. Aunque solo sea un espejismo que dure poco porque, por mucho optimismo que queramos acumular, el otoño está a la vuelta de la esquina.

Y ellos no lo saben, volverán al colegio con «las pilas recargadas» del verano, deseando encontrarse con sus compañeros y compañeras otra vez. Quizá sin muchas ganas de retomar el trabajo, los ejercicios, los exámenes, pero lo que sí es seguro es que muchos de ellos volverán contando el nuevo curso con menos ayuda, menos profesores para apoyar sus dificultades, porque en la mayoría de los centros públicos asturianos se ha suprimido alguna plaza de profesor (habrá unos 170 menos que este curso).

Supongo que la Administración considera que con menos se debe hacer más, pero las familias y los docentes saben que nunca es así, que el tiempo es limitado y que si hay que ocuparse de veinticinco alumnos y alumnas a la vez es imposible darles a cada uno toda la atención que se merecen.

Espero que esto sea un bache y que a no mucho tardar volvamos a disponer de más horario para apoyar a esos niños que, sin tener grandes dificultades en su aprendizaje, sí necesitan en determinados momentos un refuerzo que les ayudará a pasar de curso sin mayores problemas.

Sería muy triste volver a aquella enseñanza que yo viví, con treinta o cuarenta alumnos por aula, en la que aprender consistía en memorizar datos que luego se olvidaban con gran facilidad. Quien podía hacerlo progresaba y quien no, se iba quedando atrás.

A los políticos, a la gente corriente de la calle, se nos llena la boca cuando hablamos de la necesidad de una enseñanza de calidad (ya nos hemos aprendido el término de tanto oírlo), pero no crean ustedes que ni todos tenemos la misma idea ni, por supuesto, estamos de acuerdo en los términos de esa calidad.

Lo que sí sabemos es que la enseñanza es mejorable. Dejaría de serlo si no fuese así, si no estuviese en constante evolución, si no se acoplase al avance de la vida y de la sociedad.

Por supuesto, también los docentes somos mejorables, empezando por la propia formación universitaria que debería ser revisada y mimada como si de la tarea más importante para la sociedad se tratase. Pero lo que sí es seguro es que «sin profesores no hay escuela» por muchas primaveras que vayamos acumulando.



martes, 9 de abril de 2013

Un Nobel de la palabra


La presencia de Seamus Heaney en Avilés

Buscar la palabra justa, la que diga exactamente lo que queremos. Buscar la que no nos delate. O simplemente hablar, escribir o escuchar sin más interés que dejar que las palabras fluyan, que cumplan su cometido de relacionarnos, de transportar la realidad fugaz a un estado más duradero.

Nombrar las cosas es la mejor manera de perpetuarlas. Todo lo que recordamos ha sido nombrado alguna vez. Nuestro pensamiento está tan unido a las palabras, a las que nos hacen felices y a las que nos hacen sufrir, incluso a las banales que nos cuesta recordar poco después de haberlas pronunciado, que cuando somos capaces de articular con ellas emociones, ideas o deseos, sentimos, cierta tranquilidad, porque todo está en su sitio, definido, incluso si es para enfrentarnos a lo que no nos gusta.

Siempre he creído en el poder de la palabra, en la que reconforta y en la que hiere. Quizá por eso la busco tantas veces, entre la música, en las páginas de un libro, en la propia voz de los poetas. Quizá por eso me sorprenda tanto comprobar una y otra vez lo poco que interesan esas mismas palabras que a mí me mueven.

La última vez ha sido hace unos días. «El poeta actual más importante en lengua inglesa», un premio Nobel de Literatura (un premio Nobel de la palabra), se acercó a Avilés a recitarnos sus versos. Seamus Heaney dedicó parte de su tiempo al público del ciclo «Palabra» que se viene desarrollando desde hace unos meses en la cúpula del Centro Niemeyer y que, a pesar de la importancia de los autores, nunca se llena.

Circunstancia favorable, todo hay que decirlo, para aquellos que queremos acercarnos a estos actos sin necesidad de guardar grandes colas o madrugar en exceso para conseguir una entrada. Pero triste, sin embargo, si pensamos qué pasaría si quienes viniesen a «hablar» fuesen algunos de los protagonistas de cualquiera de los «reality shows» que triunfan en la televisión. Es posible que hubiese que hacerlo en el auditorio por cuestiones de aforo.

Hace unos años coincidía en la peluquería con una de esas concursantes cuyo único mérito era generar polémica ante las cámaras. Tuvieron que explicarme quién era y por qué se montaba tanto revuelo al entrar ella.

Tengo que confesar que es muy probable que si el mismo Seamus Heaney se hubiese sentado a mi lado ese día para cortarse el pelo yo no lo hubiese reconocido. Y podría haber sido así, porque no es la primera vez que visita nuestra comarca, que crea y comparte en Asturias su palabra.

Y nosotros dándole importancia a lo que no la tiene. No tenemos remedio.




miércoles, 13 de marzo de 2013

Por derribo




Por derribo



Hace algo más de tres años dejaba en este mismo lugar, o lo intentaba al menos, las sensaciones que me producía volver a ver las ventanas del segundo piso de aquel viejo edificio en el que pasé los primeros trece años de mi vida y después alguno más.

Destartalado ya en aquel momento, con okupas que lo habitaban, sólo era un cascarón desvencijado que no guardaba absolutamente nada de mi infancia. O quizás sí, quizás los armarios de la cocina con todas sus capas de pintura, los azulejos blancos, la propia cocina de carbón, me estuviesen esperando aún para verme otra vez subida de pie sobre la meseta sintiéndome tan alta y tan niña como entonces.

Mirar la triste fachada del edificio, las persianas verdes, los rombos de los ventanucos de la escalera era una ingenua forma de decirme que, a pesar de todo, nada se va para siempre.

Ahora la casa se ha vuelto transparente. Puedo ver a través de ella, pero lo que descubro no se parece a lo que veía aquellos años desde sus ventanas. Ya no hay huertas, ni patios, ni ropa tendida. Ni vecinas que se hablan de una ventana a otra, ni vecinos que te saludan cuando te asomas. Hay un edificio alto, quizás diez u once pisos, no me paro a contarlos, al fin y al cabo ya no tiene nada que ver conmigo.

Me habían avisado y por eso al principio no sentí nada, si acaso sólo curiosidad: «Han tirado la casa, ya no queda nada, sólo la puerta del portal y la pared a la altura del primer piso. No, no creo que sea para edificar, la de la esquina sigue en pie».

Seguramente era necesario, los recuerdos no siguen caminos paralelos a las paredes o a los tejados, a unos los alimenta el tiempo mientras que a los otros los va desmoronando. Aún así, de alguna manera me duele la insolidaridad del otro edifico, del que aún no ha desaparecido del todo. Igual de viejo, igual de vacío de aquellos nombres que resonaban entonces en la escalera, en el portal, en las ventanas abiertas, pero indemne al derribo.

Quedamos menos cada vez, y todos estamos lejos. En la lejanía que da la realidad y haber crecido. Haber sido felices y haber llorado entre otros muros y en otros portales. Aunque a veces nos encontramos y comprendemos que nos queremos, con ese cariño del que sabe que ha compartido la vida.

Y creo que todos nos negamos, como yo hoy, a cerrar los recuerdos. Ni siquiera por derribo.

martes, 26 de febrero de 2013

Nuestro nombre

Nuestro nombre

De la importancia de la identidad de las personas

 


Todos sabemos lo importante, y lo difícil que es a veces, llamar a las cosas por su nombre. Más importante aún es hacerlo con las personas.

En nuestra infancia, una de las primeras cosas que aprendemos del lenguaje es a identificar los sonidos de la palabra con la que se refieren a nosotros quienes nos quieren. Nuestro nombre queda así vinculado para siempre a nuestra parte afectiva, a nuestra identidad emocional. Por muy repetido que esté en nuestro entorno, por muchos tocayos que conozcamos a lo largo de nuestra vida, nos sentiremos identificado con él.

Esa es la razón de que sea tan importante acercarse a las personas por su nombre propio, saber cómo se llaman hace que pasen de ser «un alumno de quinto» o «una compañera de clase de inglés» a ser él o ella. Del indefinido al personal, casi nada.

Cuando inicio un nuevo curso, con un nuevo grupo de alumnas y alumnos, lo primero que esperan de mí es que me dirija a ellos por su nombre. Puedo ver su expresión hacerse confiada cuando los nombro. No seré una extraña (pensarán ellos) si conozco quiénes son, si soy capaz de identificarlos y diferenciarlos entre el resto del mundo. Yo lo sé, por eso me esfuerzo desde el primer momento de nuestro encuentro, incluso hago trampa si es necesario con tal de no decepcionarlos.

Y sin embargo siempre me queda la deuda contraída con tantas personas que he conocido, con las que he compartido momentos de mi vida y de las que ya apenas puedo recordar su cara y menos aún su nombre. Me gustaría tener un archivo recuperable a voluntad, en alguna parte de mi memoria, con todas esas caras y esos nombres. Para unirlas con la imagen y la sensación de su presencia en mi vida, a veces breve, que sí recuerdo.

Me consuela, sin embargo, pensar que lo mismo les ocurrirá a tantos otros con el mío. No es un mal que sólo yo padezca, saberlo me tranquiliza.

Ya sea porque el cerebro necesita ir liberando espacio para los nuevos datos que van llegando, o porque el encuentro fue menos importante para el otro que para uno mismo, los nombres se olvida, incluso las palabras dichas se olvidan. Como lo habrá hecho mi admirado Antonio Gala al minuto siguiente de dedicarme, allá por 1984, en un folio ya amarillento, un «para Esperanza, con mi esperanza en ella».

Nada que reprochar a ese olvido que todos compartimos, porque a pesar de ello, llevamos en nuestro equipaje los nombres, no sólo de quienes nos han querido, sino también de quienes hoy no sabrían nombrarnos pero que alguna vez lo hicieron.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Hagan juego, señores

La publicidad que puede acabar conduciendo a ludopatías


 


Lo que tiene el frío es que nos aconseja quedarnos en casita en la medida de lo posible. Eso conlleva en muchas ocasiones dedicarle más horas al sofá, la calefacción y el televisor.

Televisor que pasa mucho tiempo cambiando de una cadena a otra en busca de algo realmente interesante (que pocas veces llega, por otro lado). En estos saltos a través del mando a distancia dedicamos buena parte del tiempo a ponernos al día en lo que a anuncios publicitarios se refiere. Somos, en estos momentos más que nunca, sujetos pasivos, receptores de mensajes más o menos evidentes destinados a un único objetivo: el consumo.

La sociedad evoluciona, no cabe duda. Otra cosa es cómo lo haga. A veces la sensación es de una lentitud pasmosa (sobre todo en las cuestiones realmente importantes) y otras parece una frenética montaña rusa, una de esas gráficas cuyos picos suben y bajan evitando la horizontal y que se quedan totalmente fuera de nuestro control, incluso de nuestra comprensión.

Si reflexionamos un momento sobre aquella publicidad de nuestra infancia en la que «un negrito del África tropical» fue capaz de cambiar el aspecto y el sabor de la leche de nuestro desayuno, nos daremos cuenta de hasta qué punto lo que nos cuentan, aunque no nos lo acabemos de creer, nos convence e incluso, con el paso de los años, aquellas melodías, aquellas imágenes, nos devuelven un poco de la infancia.

En todo, está claro, hay un camino que vamos recorriendo. Uno espera que sea hacia delante, que avance, aun en el caso de que parezca que lo componen demasiadas curvas.

Hubo un tiempo en el que parecía que en la publicidad empezaba a no servir todo. Dejaron de hacerse anuncios de tabaco, de bebidas alcohólicas. Se cambiaron un tanto los estereotipos (me temo que sólo por exigencias del mercado), aunque no lo suficiente como para que se haya abandonado también el sexismo.

Sin embargo, aparecen otros objetos de consumo que con el tiempo pueden llegar a crear problemas y adicciones tan graves como el alcohol, el tabaco o cualquier otra droga.

Me sorprenden los anuncios de casinos o juego a distancia. La facilidad con la que uno puede perder su dinero desde su propio sofá, ése al que nos lleva el frío. Pero me asusta mucho más que haya ahora mismo un niño al que, como la del «negrito del África tropical», le suenen un día a infancia estas melodías.

Si es cierto que queremos que la sociedad avance, no todo deberá valer.

martes, 29 de enero de 2013

Prohibido niños


Los hoteles que no admiten menores

 

Quizá la infancia sea la época de la vida más añorada, sobre todo según se van cumpliendo décadas y uno se va dando cuenta de que los años pasados se han ido diluyendo sin dejar apenas poso en lo que hemos llegado a ser. Es posible también que ese recuerdo sea el más «retocado» en nuestro cerebro. El que más aditamentos y edulcorantes lo conservan. Prueben, si no, a compartir recuerdos de infancia con algún amigo o amiga de entonces. Habrá matices, a veces muy grandes, modificados o borrados totalmente que hacen que en ocasiones contemos varias historias y no lo misma compartida. Y es que ni nuestra infancia fue tan inocente, tierna y dulce como la recordamos en ocasiones, ni a todos la infancia actual les produce tanta dulzura, ternura e inocencia como cabría esperar. Recordemos, si no, el aumento de hoteles y restaurantes que inhiben la estancia a personas acompañadas de niños (por no decir que abiertamente se prohíbe entrar a los niños) o incluso algún que otro centro social.

Ninguna enfermedad contagiosa, ningún virus extraño ante el que uno deba tomar precauciones acompaña a los pequeños. O quizá sí, si entendemos que la dejadez de los padres a la hora de indicarles a estos niños y niñas cómo deben comportarse en lugares públicos sea un virus grave y de los peores. Se hace necesario recalcar que la «enfermedad» no está en esos niños, que de forma natural ríen, juegan, corren, cantan o cuentan historias fabulosas que, por desgracia, no siempre encuentran interlocutor. Ellos necesitan ser así, igual que nosotros seguramente lo fuimos en otro tiempo, sólo que a nosotros nos habían dejado muy claro, desde siempre, dónde se podía ser niño sin tapujos y dónde debíamos jugar a ser pequeños adultos «educados y formales».

Algo ha ido fallando en la transmisión entre generaciones de esas normas cívicas y de comportamiento social. Supongo que, como en aquel «teléfono escacharrado» de nuestros primeros años, siempre se está a tiempo de comunicar en voz alta la primera versión para corregir todas las posteriores deterioradas. Sólo me queda sugerir que, si alguien siente la tentación de poner el cartel de «prohibido niños» para evitar molestias y ruidos a los huéspedes de su establecimiento, lo extienda a «personas poco cívicas y respetuosas con los demás», por aquello de que los adultos tampoco lo hacemos mal y ni siquiera tenemos la excusa de la infancia o de unos progenitores indolentes.

martes, 15 de enero de 2013

Un famoso

El concepto de fama en la actualidad

 
ESPERANZA MEDINA PROFESORA Y POETA

Contaba el otro día un adolescente de 14 años que en una excursión que habían hecho con su profesora habían visto «un famoso». Buena parte de sus compañeros corrió a pedirle un autógrafo, aunque, confesó, ninguno lo conocía previamente, ni por sus hazañas (que parece que eran deportivas, según dijo la profesora), ni por ver su rostro con frecuencia en la prensa escrita y mucho menos en la televisión.

Pero claramente hay algo que supera cualquier interés sobre su persona o su destacada actividad y es llevar el apellido «famoso».

No importa quién lo haya nombrado así, ni cuál haya sido su mérito, lo importante es entrar en esa categoría tan heterogénea y a la vez tan difícil de definir. Para la mayoría de estos adolescentes ser famoso posiblemente signifique salir en alguna serie o programa de televisión, no siendo imprescindible tener ninguna habilidad artística, científica o humana que destaque por encima de la media. Más bien al contrario, cuanto más insignificante para el enriquecimiento y el desarrollo del ser humano sea, más admiración despertará. Porque eso nos acerca a nosotros, gente vulgar, a ese objetivo.

Si cabe la posibilidad de que ser «ex novio, ex amiga, ex vecino o ex empleada de» y contar o inventar sus trapos sucios nos aproximará a la fama, nada impide que cualquiera de nosotros, con pocos escrúpulos, pueda llegar a ello.

Aunque reconozco que más terrible es el ejemplo de algunos adolescentes, en muchos casos norteamericanos, que para alcanzar este objetivo deciden cometer asesinatos indiscriminados. Espero firmemente que los nuestros se conformen con el cotilleo y la participación en los «realities», que tanta audiencia tienen, por muy peregrino que sea el motivo.

Difícilmente reconocerán a esta edad a un escritor o a un científico, incluso en el caso de haber tenido que estudiarlo en sus clases. Un poco diferente es el caso de los deportistas, aunque no es únicamente el mérito y el esfuerzo personal lo que los lleva a admirarlos, sino que, de nuevo, son los que aparecen en la televisión los populares.

En cualquier caso, el deportista que firmó autógrafos a los alumnos de la ESO en aquella excursión se habrá sentido por un momento apreciado y arropado. Seguramente los adolescentes, sin pretenderlo, le hayan hecho pasar un buen rato, que, aunque no he conseguido saber en qué disciplina entrenaba ni cuáles eran sus logros, estoy segura de que lo tenía muy bien merecido. La próxima vez espero que lo llamen por su nombre y sean capaces de transmitirle su admiración, y no únicamente por ser «un famoso».

miércoles, 2 de enero de 2013

Historias gráficas de ayer y de hoy

 
 
ESPERANZA MEDINA POETISA

Salía la otra semana con unos amigos de la charla que Alfonso Zapico y Ángel de la Calle ofrecieron en el cine del Niemeyer y que llevaba por título «Encuentro El cómic y la vida», reflexionando sobre lo que habían significado en su momento para nosotros esas historias que se nos presentaban en viñetas secuenciadas.

Entonces no los llamábamos cómics, si acaso tebeos. Aunque las más de las veces su nombre tenía más que ver con los personajes que los protagonizaban. Los quioscos eran los auténticos templos de este tipo de lecturas, atiborraban sus paredes exteriores o escaparates y llamaban nuestra atención hasta el extremo de ser capaces de descubrir entre ellos la última novedad.

Durante muchos años, del dinero que nos daban en casa el fin de semana para comprarnos alguna golosina, mi hermano y yo siempre reservábamos una parte apara hacernos con alguno de aquellos títulos, que se podían leer una y otra vez sin ningún problema (no recuerdo haber leído en mi vida tantas veces un libro como lo hacía con aquellas viñetas antes de que mi padre las empaquetara con un cordel y las bajara para «guardarlas» a la carbonera porque ya ocupaban demasiado en casa. Nuestra carbonera era pequeña y aún así ya nunca volvían a subir.

Pero siempre había más en casa, de Mortadelo y Filemón, de Zipi y Zape, del avaricioso Tío Gilito, incluso del Capitán Trueno o alguno de los superhéroes de Marvel que mi primo traía cuando venía de Estados Unidos. Y no sólo los leíamos mi hermano y yo, también mi padre lo hacía, tal vez por eso disfrutábamos tanto con ellos. Quizás sea cierto eso de que para aficionar a los más pequeños a la lectura lo mejor es el modelo familiar. En cualquier caso, y aunque no sea una garantía, no estará de más intentarlo en nuestras propias familias.

En aquel tiempo nos acercábamos a todo tipo de historias a través de las viñetas. Desde Julio Verne al Quijote se podían encontrar libros con algunas páginas intercaladas de viñetas, que resumían o ampliaban una situación, según se interprete desde el punto de vista del texto o de la imagen. Había también cuentos de princesas desgraciadas con final feliz, de magos, duendes y hadas en delicadas ilustraciones en blanco y negro con una colorida portada en un papel ligeramente más grueso que el de las páginas interiores.

Todo ese recuerdo compartido nos llevaba el otro día a entender como natural que ahora los cómics nos aproximasen también a la historia, a las biografías, a la realidad. Aunque a muchos se les haya olvidado aquel pasado infantil y ahora resulte que a quien se acerque a este lenguaje artístico se le considere un friki. Qué le vamos a hacer.