sábado, 23 de enero de 2010

Semáforo en ámbar

Semáforo en ámbar

Poco caso hacemos a las señales de alarma: tanto en el tráfico como en la vida misma


ESPERANZA MEDINA
PROFESORA Y POETA Es curioso, pero cada vez que algún miembro de la Policía Municipal se acerca a un colegio para trabajar con los niños la educación vial y les explica qué significa el código tricolor del semáforo, al llegar al ámbar y comentar que al verlo hay que comenzar a frenar porque inmediatamente después llega el rojo, que es una señal clara de peligro e indica la necesidad de permanecer quieto hasta que se vuelva a tener luz verde, pues bien, invariablemente siempre hay un amplio grupo de niños (los más pequeños, que suelen ser los que tienen menos picardía) que insisten, a voces incluso, en explicarle al policía que en naranja hay que acelerar para que no te pille el semáforo en rojo, ya que su papá o su mamá lo hacen siempre. ¿Cómo contradecir a la autoridad más grande en esa época, a la familia?

No debería sorprendernos que este concepto se extrapole a otros aspectos de la vida.

Nos cuesta entender que una señal de alarma, si es ligera y no entraña riesgos aparentes, puede ser la última oportunidad para cambiar algo. Nos ocurre con las relaciones personales y, sobre todo, con el deterioro físico, con enfermedades como la diabetes o el colesterol. No tengo suficientes dedos en las manos para contar a todas las personas que conozco que ante diagnósticos de este tipo no se sienten realmente en peligro porque no tienen síntomas demasiado molestos. Uno ha acelerado tantas veces sin que haya pasado nada que realmente se convence a sí mismo de que todo seguirá igual. Pero si pasamos el semáforo en rojo nos arriesgamos a un choque siempre, aunque alguna vez hayamos tenido la suerte de que no fuese así.

Todas estas consideraciones vienen a cuento en realidad por una circunstancia que vengo observando desde hace mucho tiempo, y es la de los semáforos que permanecen en un parpadeante anaranjado para los vehículos mientras muestran el rojo o el verde para los peatones, suelen estar en cruces. En nuestra ciudad al menos hay bastantes en curvas con poca visibilidad para los coches. Siguiendo la lógica del código de circulación, el conductor debería disminuir la velocidad al ver la señal de precaución para comprobar que no cruza ningún peatón y puede seguir la marcha, pero como la lógica que aplicamos es la otra no es la primera vez, ni será la última me temo, que me veo sorprendida en medio del paso de peatones por un vehículo cuyo ocupante me pone mala cara porque su semáforo está en ámbar, pero no ve el mío, que está en verde.

En fin, que parece que las mismas señales no significan lo mismo para todos. Será eso que dicen del eterno problema de la incomunicación humana.

martes, 5 de enero de 2010

Herencia teatral

Herencia teatral


Los momentos mágicos previos a una función que se viven en el Palacio Valdés



ESPERANZA MEDINA
PROFESORA Y POETA Siempre es un auténtico placer sentarse en cualquiera de las butacas del teatro Palacio Valdés, y más aún si podemos contar muchos más niños que adultos por metro cuadrado. Entonces el bullicio del teatro en los palcos, el anfiteatro y la platea es un espectáculo en sí mismo. Una breve escena llena de vida y expectativas de entretenimiento que concluirá en el momento en que apaguen las luces, en el que se haga el silencio y se abra el telón.

Tengo que confesar que disfruto con ese espectáculo. El edificio del Palacio Valdés es digno de admirar, pero su interior, en los momentos antes de las representaciones, siempre me produce una sonrisa de tranquilidad cuando pienso: menos mal que después de todo en este solar no hay viviendas. Porque quizás algunos ya no lo recuerden, pero a punto estuvo el teatro de desaparecer de nuestra villa. Y qué bien sienta cuando las cosas acaban bien.

Los que sí recuerdan aquellos momentos en los que peligraba el futuro de nuestro hermoso edificio teatral también recordarán dónde admirábamos los novísimos estrenos del momento: en la pista de la exposición de Las Meanas, en una edificación muy precaria, con bancos y sillas móviles. Allí pudimos ver a compañías como «Dagoll Dagom» o «Els Joglars» y acudir a recitales musicales. Todo ello con un interés y un entusiasmo difícil de igualar, que nos hacía luchar contra los elementos como el frío o la lluvia que, en las ocasiones en que era intensa, nos impedía escuchar al intérprete de turno al chocar con insistencia sobre el techo hecho de uralita o cualquier material por el estilo. Claro que eso lo suplíamos cantando a coro, como cuando Rosa León intentaba entonar la canción de Pablo Guerrero «Que tiene que llover» y las nubes se empeñaron en acompañarla con gran estridencia, no en vano eran protagonistas de la composición.

Puede ser que estos recuerdos de mi juventud más temprana, unidos a los espectáculos y las canciones con mensajes de futuro, a la esperanza de que el mundo podría ser mejor si nos empeñábamos, sea lo que me vuelve a la mente, sin yo pretenderlo, cuando me siento en una butaca cualquiera del Palacio Valdés y lo veo lleno de niños, expectantes e ilusionados, que seguramente intuyen, como decía la canción de Pablo Guerrero, «que es tiempo de vivir, y de soñar, y de creer».

Miro a los adultos que los acompañan y reconozco en ellos las mismas caras que se sentaban en la pista de la exposición cada vez que había un espectáculo.

Desde luego, no es mala herencia ésta del teatro.