martes, 23 de diciembre de 2008

La culpa es del cine

La culpa es del cine


Un estudio dice que las comedias románticas pueden estropear las relaciones amorosas porque colocan el listón muy alto


ESPERANZA MEDINA PROFESORA Y POETA Imagino que todos los estudios sociológicos que hacen las universidades serias tienen una base sólida. Precisamente quien opina simplemente guiada por intuiciones soy yo misma, pero no deja de sorprenderme lo que leí últimamente en la prensa: «Las comedias románticas "made in Hollywood" pueden estropear una relación amorosa porque colocan el listón muy alto en materia de expectativas, según un estudio de la Universidad Heriot-Watt, de Edimburgo». Pero si realmente es así, hace mucho tiempo que los escritores de guiones, novelas y cuentos se han confabulado para deshacer nuestras relaciones de pareja. ¿O es que la imagen que nos transmitieron en nuestra infancia con «Blancanieves», «La bella durmiente» o «Cenicienta» no es la de una relación idílica, con flechazo incluido y siempre ajeno a cualquier preocupación laboral o económica? Al final, el esquema de Hollywood vuelve a ser ése.

Y es que en la vida real, por suerte, no se acaba todo cuando se dan el beso. Pero escritores y guionistas tiene derecho a poner fin a su obra cuando les parezca, sin final feliz deja de ser una comedia romántica.

No obstante, debo reconocer que a mí lo que realmente me influye es leer cualquier novela. Mientras dura su lectura me invade inconscientemente el ambiente que describe: si es de suspense, miro con recelo a mis compañeros de viaje en el tren cada mañana; si el suspense se transforma en miedo, me levanto durante la noche a comprobar que la puerta de casa está cerrada porque me pareció oír un ruido extraño; si es histórica, me empapo de la época en que se desarrolla intentando descubrir cómo sería mi vida entonces.

En cualquier caso, aunque me sumerja hasta tal punto en lo que leo, nadie debe preocuparse, puesto que una vez que termino la novela deja de influirme su «maleficio», y estoy lista para empezar una nueva aventura con otra novela. A todos nos gusta jugar a vivir otras vidas cuyas consecuencias, en estos casos, son totalmente reversibles.

Aunque claro, a ninguno se nos escapa que eso de querer vivir la ficción por encima de nuestra propia vida no es ninguna novedad, fíjense si no en lo que le hicieron a Don Alonso Quijano las novelas de caballerías, de lo cual dejó buen testimonio Don Miguel de Cervantes. Me pregunto qué habría leído él.

En fin, que no sé si echar la culpa de que se acabe una relación a las comedias románticas tendrá suficiente base científica, pero igual es una buena excusa para quien no sepa cómo terminarla: «Cariño, no es que no te quiera, es que no te pareces nada a Richard Gere en "Pretty woman", igual cuela.

martes, 9 de diciembre de 2008

Juguetes "didácticos"

Juguetes «didácticos»



En estas fechas de regalos para los niños, no debemos dejarnos engañar con juguetes supuestamente educativos


ESPERANZA MEDINA PROFESORA Y POETA Ya en el siglo XVI el escritor y filósofo francés Michel de Montaigne nos hablaba del juego y los niños en los siguientes términos: «Los juegos infantiles no son tales juegos, sino sus más serias actividades». Hemos dejado pasar casi cinco siglos y seguimos sin tomarnos en serio esta actividad infantil.

Estamos convencidos de que ser adultos es un costoso ejercicio que nos da derecho a decidir qué es y qué no es importante en la vida de los otros, esta idea nos traiciona la mayor parte de las veces. Para nosotros «jugar» es perder el tiempo o, en el mejor de los casos, emplearlo de una forma lúdica y prescindible. Jugamos para entretenernos, nunca por necesidad, salvo en las situaciones en las que se convierte en algo patológico y por consiguiente en una enfermedad que resulta muy difícil superar.

Recordemos que el niño crece, aprende, experimenta, descubre, conoce, etcétera, absolutamente todo a través de una serie de actividades complejas y altamente motivadoras para él que los adultos llamamos «juego» quitándole con este nombre la trascendencia, seriedad e importancia que debe tener (si no fuesen motivadoras ni caminaría, ni hablaría ni desarrollaría absolutamente ninguna de sus capacidades, no al menos con la rapidez que lo hace en los primeros años de su vida).

Estamos en unas fechas donde «reyes» y «papá noeles» se dedican a visitar las casas dejando juguetes en exceso, y es que, habitualmente, la mayoría de nosotros confundimos el juego con los juguetes, y atiborramos a los niños y niñas con artefactos de todo tipo, cada vez más sofisticados, más «interactivos» y más alejados de la experimentación y la creatividad.

Lo hacemos con la mejor intención del mundo, porque buscamos incansablemente «juguetes didácticos» para que nuestros hijos, nietos o sobrinos tengan estos días de abundancia de regalos lo mejor de lo mejor, a veces teniendo que desplazarnos a más de una ciudad porque se ha agotado esa fantástica novedad que continuamente anuncian en la televisión.

No es el juguete lo didáctico, sino el juego y el consiguiente aprendizaje que posibilita ese juguete; así si le damos a un niño una caja de cartón lo suficientemente grande como para meterse él dentro, aunque no seamos conscientes de ello, le estaremos facilitando un material altamente didáctico y totalmente «interactivo»: no sólo podrá meter y sacar objetos de ella comprendiendo el concepto «dentro/fuera», sino que además podrá experimentarlo con su propio cuerpo entrando en la caja; podrá crear en su mente realidades diferentes que le ayudarán a «aprender a ser» (un coche de bomberos, un barco, una casa, un avión), y si añadimos a esa caja un amigo o amiga el juego se convierte en algo mucho más interesante y enriquecedor. No hay nada más «didáctico» que un compañero de juegos.

En fin, que no es oro todo lo que reluce y que no debemos dejarnos engañar. Está bien gastarse un «dinerín» en juguetes no vaya a ser que a las empresas jugueteras les aceleremos la crisis, pero sabiendo que didáctico para el niño es lo que le ayuda a aprender y que nosotros somos el material más didáctico que podemos ofrecerle.

¡A ser buenos, que este año igual nos cae el scalextric!

miércoles, 26 de noviembre de 2008

¿Ya llega la Navidad?

¿Ya llega la Navidad?



Se aproximan las fechas festivas, cada vez más adelantadas y cargadas de gastos



ESPERANZA MEDINA POETA A un mes de la Navidad llevo gastados ciento trece euros en participaciones de lotería (así, escrito en letra, parece menos). Por supuesto, no juego todo eso, siempre se incluye en el precio una pequeña parte para ayudar a sufragar algún viaje de estudios o la economía de asociaciones de todo tipo (ya sé que alguien me dirá que esa cantidad es ridícula comparada con lo que él o ella ha invertido este año en el mismo concepto, pero qué le voy a hacer, a mí, egoísta siempre, me duele lo mío).

Se dice que en momentos de crisis se incrementa el juego, con la esperanza de que la suerte nos brinde lo que nos va quitando el día a día. Algo tiene que tener de bueno; al menos la crisis disminuirá un poco para todos aquellos que trabajan en este sector.

Ciento trece euros. Para una agnóstica de los juegos de azar ésta es una cantidad excesiva, muy por encima de lo que yo me hubiese planteado nunca a la hora de gastar el dinero. Pero llega la Navidad y con ella (en contradicción aparentemente con su supuesto espíritu) la época de los excesos.

Excesos de consumo que todos sabemos y lamentamos cada año como una letanía obligada en la que volvemos a incurrir, sin ningún tipo de pudor, también cada año: cenas de amigos, de compañeros de trabajo, de colegas de deporte, y un largo etcétera. Tan largo que hay ocasiones en que tenemos ocupados los viernes y sábados de varias semanas antes de Nochebuena (siempre me pregunto si no habría sido mejor ir esparciéndolas a lo largo de los doce meses, mejor para nuestra economía, para nuestra vida social e incluso para nuestro estómago).

Y luego están los regalos, concentrados en las mismas fechas, abrumándonos y agobiándonos cuando no sabemos qué regalar pero estamos seguros de que recibiremos algo. Eso sí que lo repartiría yo con agrado a lo largo de todo el año, sin el «yo te doy y tú me das» en el que a veces quién regala no lo hace pensando en qué le gustará al otro, sino en salir del paso y no quedar mal. Con lo agradable que es el «toma, he visto esto y me he acordado de ti». No importa que sea diciembre, marzo o julio, sólo la cara de sorpresa y el «gracias» sincero del otro.

Aunque por encima de todo, lo que más me ofende es el exceso de deseos de paz, amor o felicidad que se prodiga esos días. ¿Acaso no merecemos felicidad amor y paz el resto del año? ¿O tenemos que vivir once meses de los intereses que nos proporcionen los buenos deseos acumulados en diciembre? ¿Y qué ocurre si uno no es feliz, ni se siente en paz ni querido esos días? Que debe esconderse como un apestado, ocultando que cenará sin familia en Nochebuena o que no saldrá con traje de fiesta a celebrar la llegada de un año más.

En fin, que muy a mi pesar ya llega esa Navidad excesiva y engañosa. Eso sí, con unos estupendos días de vacaciones y ciento trece euros menos en el bolsillo.

Aunque ya sé que con esos ciento trece euros estoy comprando, si no un talismán contra la crisis, sí al menos salud, espero que la suficiente como para llegar a la Navidad siguiente.

¡Y a todos, feliz noviembre!

martes, 11 de noviembre de 2008

¿Qué es poesía?

¿Qué es poesía?


Da la sensación de que la poesía es el patito feo de las artes en los actos culturales

ESPERANZA MEDINA POETA Hoy voy a hablar de poesía. Quizás esto haga a alguno dejar de leer. Ojalá sea por salir corriendo a buscar su poemario favorito porque acabo de recordarle que hace mucho que no lee aquellos poemas que tanto le emocionan. Para el resto, sigo hablando de poesía.

A veces tengo la sensación de que la poesía es algo así como el patito feo de las artes en los actos culturales. En todas las ciudades se inauguran constantemente exposiciones de artistas plásticos en todas sus facetas, se ofrecen conciertos de todo tipo de estilos musicales, pero sólo esporádicamente actividades relacionadas con la poesía. No obstante Avilés lleva una temporada de excepción maravillosa en esta aparente regla.

Hace algo más de una semana se presentaron aquí los libros de dos jóvenes poetas asturianos: Sofía Castañón y Víctor García Méndez. El viernes día 31 se falló el XVII Certamen poético «Ana de Valle», único premio literario que se convoca en nuestra villa. El pasado viernes, el poeta Fernando Beltrán inauguró en Avilés su exposición «Mujeres encontradas», que combina pequeñas esculturas y textos poéticos.

Incluso podemos incluir en esta relación la presentación el sábado en Luarca del tercer libro de poesía de la avilesina Natalia Menéndez, «Restos de un naufragio», con el que ganó el certamen poético «Nené Losada» en 2006 y que pronto presentará también en Avilés para que podamos escuchar la plasticidad de sus versos en casa, desde la butaca de alguno de los salones de actos de nuestra villa. Otros lugares de nuestra región nos llevan un poco de ventaja en esto de los actos poéticos, pero parece que nosotros vamos cogiendo «carrerilla».

Alguien dirá que barro para casa, quizá sí, lo hacemos todos, pero eso no quita para que me emocione la experiencia de una exposición de cuadros o un concierto de música clásica, de tangos o de cualquier otro estilo musical, con una diferencia, el cuadro difícilmente me lo podré llevar, mientras que la música o la poesía pueden convivir conmigo y acompañarme siempre que yo lo desee. Se pueden «servir» en un pequeño formato que llena muchos momentos.

Y yo me pregunto: ¿qué nos da miedo de la poesía si nos rodea por todas partes? De la mano de las palabras nos acercamos a la música con las letras de las canciones, a cualquier edad, desde las nanas a la ópera pasando por el rap, la tonada o cualquier otro estilo que se nos ocurra. Y no voy a entrar en si es buena o mala poesía porque sobre calidad hay mucho escrito, pero sobre gustos absolutamente nada definitivo o fiable.

Para los niños la poesía, la rima, los versos cortos y musicales son un estímulo a la lectura; ¿qué nos pasa después, cuando crecemos?, ¿qué prejuicios sociales nos alejan de un mundo que nos fascinaba?, ¿el miedo a no entenderlo?, no hay que entender la poesía, sólo dejar que fluya y nos produzca sensaciones. Olvidemos aquello que nos decían en el colegio de explicar «qué quiere decir el autor». Hay veces en que el autor no sabe decir lo que quiere o dice mucho más de lo que pretendía. Preguntémonos ¿qué me hace sentir el autor?, y si hay algo, una pequeña cosquilla, aunque sea en el dedo gordo del pie, sigamos leyendo.

martes, 28 de octubre de 2008

¿Dónde está San Juan de Nieva?

¿Dónde está San Juan de Nieva?

La mejorada estampa de Avilés contrasta con la suciedad que soporta la parroquia próxima al puerto


ESPERANZA MEDINA PROFESORA Y POETA Me he puesto a soñar, que es un entretenimiento francamente barato, muy acorde con todo esto de la crisis. En mi sueño, yo vivía en una ciudad cerca del mar. De hecho, la ciudad tenía una hermosa ría con aguas tranquilas y transparentes. Si una ponía mucha atención, podía ver algunos peces deslizarse dentro del agua. Las gaviotas no se daban un festín de basura, sino que disfrutaban cada día de pescado fresco.

Era agradable ver algunos veleros adentrarse despacio, sin prisa, en el puerto. Al otro lado la playa, se podía adivinar la risa de los niños salpicándose con el agua, y a las madres llamándolos para que no se despistasen y se mantuviesen en la orilla.

El día era luminoso, y el paseo desde el puente de hierro, que llamaban de San Sebastián, estaba convirtiéndose en un verdadero placer.

Caminar despacio, acompasando los pies al aroma venido del mar y al recuerdo de aquellas historias que contaba mi padre de su juventud, cuando nadaban hasta la cucaña en medio del agua y probaban a alcanzar el premio. Y de sus brazadas, poderosas para mí, que le llevaban hasta alguno de los barcos del otro lado nadando, y nadando volvía otra vez a la playa, a intentar que yo aprendiese también a desplazarme de esa manera tan parecida al vuelo y tan relajante cuando una se deja ayudar por el agua.

Y en el sueño-paseo veía de nuevo los barcos pesqueros, las cajas, la captura, las botas de agua y el ajetreo continuo de la vida, o del cansancio, porque la vida de verdad, la del descanso, venía luego, cuando se acababa la faena y se podía volver a casa, o al chigre, o a cualquier otra parte donde el tiempo sólo le pertenece a su dueño.

Y como soñando una tampoco se cansa demasiado, el paseo se alargó más allá, camino de San Juan de Nieva, esperando llegar hasta la playa en una agradable continuación de la ruta que llevaba. Incluso quizás pudiese acercarme hasta El Espartal.

Pero, sin previo aviso, como sólo sucede en los sueños, todo se transformó en una especie de pesadilla: esperaba divisar a lo lejos un tranquilo pueblo costero, el primero en saludar a los barcos que entran en la ría, un pueblo para sentarse a adivinar de qué país proviene cada uno cualquier tarde serena, templada, con aroma a salitre y el faro al frente. Pero sólo había montañas de carbón, y un viento que esparcía por todos lados un desagradable manto de suciedad y abandono. Ni naves para esconder el material, ni árboles para disimularlo a la vista, sólo pilas y pilas de carbón.

Tuve la sensación de que alguien había barrido con una enorme escoba la ciudad dejándola resplandeciente, pero metiendo toda la basura bajo la alfombra del salón, en la entrada misma de la ría. Y las escobas gigantes comenzaron a perseguirme y me vi envuelta en una frenética carrera buscando la playa, la arena, el mar, la salvación.

Desperté sobresaltada. Por suerte, todo había sido un mal sueño, ¿o tal vez no?

martes, 14 de octubre de 2008

La rula vieja

La rula vieja


ESPERANZA MEDINA Entro en la cafetería que hay frente a mi casa, me siento en la primera mesa de la izquierda, levanto la vista y, como siempre, ahí está, esperándome, «la rula vieja». Cada vez digo lo mismo: «Cómo me gusta ese cuadro», pero no es el cuadro en sí, sino la imagen perdida de un edificio que me acompañó en mi infancia y se convirtió en un fantasma del pasado para dejar sitio a una carretera que tiene ya los días contados. Sin embargo, aunque la carretera se esfume como el edifico antiguo de la rula, estoy segura de que no la voy a echar de menos. Para mí sigue siendo una intrusa, no sólo por el lugar que usurpó, sino también por la ofensa estética que supone entre nosotros y el mar, aunque éste haya estado muy, muy sucio. Una tiene derecho a no ser práctica y sí un poco soñadora.

Es más, aunque reconozco que el estilo arquitectónico del edificio no era singular, único ni irrepetible, sentí una gran desazón cuando lo derribaron, porque con él se fue aquella tarde de vacaciones que pasé rulando con Felisa (para quien trabajaba mi padre), los barcos de colores que se veían desde el parque, la descarga del pescado como parte de la vida de la ciudad, porque estaba en la ciudad misma. Y no es que esté mal donde está ahora, es que a mis ojos de niña les queda lejos.

Como lejos queda el día en que en el colegio nos encargaron una redacción de varios folios y yo decidí acompañar a mi padre a la rula. Una niña en el trasiego de hombres, mujeres y cajas de pescado, con los ojos tan abiertos como los de los besugos, calzada con botas de agua y pudiendo pulsar un botón para pujar por la mercancía, eso sí, sólo bajo indicación (supuso un gran esfuerzo y autocontrol no tocarlo más veces). Y las pilas inmensas de hielo, y los pies fríos porque no estaba mi madre para reñirme ni mi padre tan desocupado como para darse cuenta.

Y al final, cuando ya todo el pescado estaba cargado, leche y un pastel en aquella cafetería de ventanales sobre la ría (pienso en ella cuando veo el diseño del nuevo Centro Cultural Oscar Niemeyer, que dicen tendrá un establecimiento hostelero en lo alto de una torre, con vistas a nuestro puerto. Después de todo, las buenas ideas de alguna manera consiguen volver).

También sé que los ojos de la infancia pueden ver hermoso lo más grotesco, y que para los mayores, como mi padre entonces, aquello era sólo un lugar de trabajo, un local donde echar unas horas para llevar un pequeño sobresueldo a casa. Pero no puedo evitar pensar, cada vez que paso por allí, que cuando se fue «la rula vieja» el mar se apartó un poco de Avilés, ofendido tal vez por tanta desconsideración como le mostrábamos, dándole la espalda con una carretera que quizás no debió nunca atravesar la ciudad. Pero poco a poco nos hemos ido haciendo amigos otra vez, hemos hecho las paces, lo hemos ido cubriendo de pequeños barquitos llenos de gente y de vida, con menos color, eso sí, que los de antes.

Ahora sólo espero que algún día del puerto deportivo pueda salir un barco que nos lleve a ver la costa desde el mar y quizás nos acerque, una o dos veces al día, al puerto deportivo de Gijón.

Ya dije que me gusta soñar.

martes, 30 de septiembre de 2008

Remendando palabras

Remendando palabras


ESPERANZA MEDINA Las palabras se desgastan, igual que las suelas de los zapatos. Vamos con ellas a la compra, las llevamos a tomar un café, las estrujamos en el trabajo para que rindan todo lo posible, incluso las maltratamos en los mensajes de móvil o en los correos. Por eso, igual que a las suelas de los zapatos, es necesario remendarlas de vez en cuando, colocarles «tapas», embellecerlas de nuevo. Porque las palabras son casi siempre las mismas, crecen muy poco a poco, más bien las vamos olvidando y cuando se desgastan y se deslucen pierden su fuerza.

Pero a mí, que no colecciono mariposas, ni sellos, ni figuras de porcelana china, me gusta coleccionar palabras. Por eso las limpio con mimo, las coloco y las recoloco de maneras diferentes, las deslizo en los poemas y espero, reteniendo el aliento, que a algunos de vosotros os hagan cosquillas de nuevo, como si estuviesen recién estrenadas.

Y ese juego de deciros aquello que ya sabíais, pero en un susurro, al oído, en un «tú y yo» íntimo aunque no nos conozcamos, me llevó a escribir «epanadiplosis».

Una palabra añeja, aunque casi nueva por falta de uso, que a mí me habla de un sonido largo, con desniveles en los labios, que sube y baja, lo mismo que la propia vida, mientras que a otros les recuerda alguna compleja enfermedad como la artrosis.

La epanadiplosis vivía olvidada en los tratados de retórica, envuelta en un traje pomposo, siendo ella tan tímida y sencilla. Porque significa simplemente comenzar y terminar de la misma manera un verso, como ese «verde, que te quiero verde» que todos conocemos. Y yo, que quería contar una historia circular, en la que desde el principio todos saben cómo va a acabar, todos menos quien la sufre, que no quiere saberlo (como todas esas pequeñas historias que vivimos y que acaban con el fastidioso «te lo dije»), qué otro nombre podía ponerle a mi libro que mejor le encajara.

Es entonces cuando la epanadiplosis se convierte en una «metáfora de lo irremediable» y es entonces cuando las palabras esperan la sonrisa cómplice del lector, entonces cuando me aprovecho de su experiencia, de sus sensaciones, que deposita ingenuo en mi juego de términos y voces y lo enriquece con un sentido nuevo.

«Mientras duermes al sol sobre la arena / yo le echo azul al agua, / que no descubras nunca que incolora / va y viene gastando las palabras».

Remendar las palabras es una tarea divertida, que engancha como una adicción. Siempre conjunta, siempre de dos, aunque desconocidos. ¿De qué sirve mi juego si tú, amiga o amigo mío, no juegas conmigo? ¿En qué playa pensabas: Salinas, una del Caribe, la del Silencio? Nunca diré cuál era la mía, pero ten por seguro que tu arena es totalmente distinta a la que yo puse en ella. Hemos hecho diferentes poemas, hemos sacado lustre a las mismas palabras rejuveneciéndolas.

Alguien dirá que soy excesivamente pretenciosa. Puede ser, pero éste es mi juego y quien no quiera jugar conmigo es muy libre de ignorarme. Para el resto, ahí está «epanadiplosis».

martes, 16 de septiembre de 2008

Segunda oportunidad

Segunda oportunidad


ESPERANZA MEDINA Me llevó un tiempo olvidar la costumbre de soplar y besar el pan siempre que se caía al suelo. Aún hoy, cada vez que tengo que tirar un trozo de pan a la basura siento ciertos remordimientos de conciencia y lamento no tener ningún animal cerca que pueda comérselo. Pero, por encima de todo, lo que soy incapaz de hacer con mi propia mano es tirar un libro, ni siquiera al contenedor de reciclaje.

Ya sé que hay cosas mucho más difíciles en esta vida con las que uno tiene que enfrentarse, no pretendo comparar algo tan banal como un libro con los momentos duros por los que he tenido o tendré que pasar, claro que no.

Pero es que hay algo en mí que no recuerdo que naciese de las enseñanzas de nadie en concreto, sino de mí misma, de mi descubrimiento a través de la lectura de todo tipo de mundos y sensaciones maravillosas que gracias a los libros yo podía poseer, algo que hace que se encienda una lucecita roja en mi cerebro si alguien sugiere que un libro debe irse a la basura.

Quizá sea eso, el egoísmo, que me hace pensar que ya no poseeré más el fondo de un libro si se convierte en pasta de papel, incluso si es uno de esos de texto que me hacían memorizar de pequeña y cuyo contenido no aportaría prácticamente nada a los niños y niñas que estudian hoy día, el mundo va cambiando y, por suerte, la forma en que lo conocemos también.

Soy, sin embargo, una ferviente partidaria del reciclaje, del cuidado de la naturaleza, llevo al contenedor azul cada trocito de papel que pasa por mi casa. Incluso a veces compruebo con desagrado que hay personas que creen que las cajas de cartón participan de una forma inusualmente activa en su propio reciclado, y que en vez de desmontarlas e introducirlas por la ranura correspondiente las depositan en el suelo esperando no sé qué milagro que las haga aparecer en el interior del contenedor. Como milagros hoy día hay pocos, lo que suele suceder es que acaban esparcidas por los alrededores, en muchas ocasiones con parques y jardines incluidos.

Y, sin embargo, me da una pena terrible reciclar libros, porque para mí la mejor forma de hacerlo es que otros los usen. Cada año amontono los libros de texto de mi hija pequeña porque no sé a quién dárselos para que les otorgue una segunda oportunidad y, cada año, me veo comprando libros nuevos a los que miro de reojo pensando si tendrán mejor suerte que los del año anterior. Es cierto que ahora los libros de texto me cuestan menos, ya que recibo la ayuda que el Gobierno ha dispuesto para los niños en edad escolar obligatoria. Pero que me resulten más baratos no quiere decir que sea menos derroche de esfuerzo, de papel y, por consiguiente, de árboles y de agua ¿Un solo uso, un solo lector los hace merecedores del contenedor de reciclaje? Me niego a pensar que tenga que ser necesariamente así, aunque entiendo que indudablemente son un buen negocio. Pero esa impertinente lucecita de mi cerebro se resiente y me recuerda una iniciativa que tuvo una vez cierta asociación de padres: los niños compraban los libros un curso sí y otro no, una vez terminado el curso se dejaban en el colegio para que los usasen los que venían detrás. Los libros tenían dos dueños al menos. Dos vidas, ni siquiera siete como un gato. ¡Qué poco me hace falta para ser feliz!

martes, 2 de septiembre de 2008

En la playa sin la "play"

En la playa sin la "play"


ESPERANZA MEDINA Las vacaciones de verano eran para mi el mejor de los regalos. No tener que ir al colegio suponía poder estar desde por la mañana en la calle, jugar en «el prao del roble hasta agotarnos (es un decir, porque no nos agotábamos nunca); cruzar por «la huerta de Anatena» e ir al regato a ver si encontrábamos renacuajos (pocas veces llegamos a verlos convertidos en ranas, no sé si por la costumbre de otros niños de llevárselos a casa en botes de cristal o porque simplemente las ranas eran tímidas y no les gustaba mucho nuestra compañía).

En fin, que las vacaciones eran el juego total y la libertad casi absoluta. Ir de merienda, a la playa de vez en cuando y siempre, siempre, los amigos.

Las cosas cambian, y las vacaciones también. Siguen siendo igual de deseadas y esperadas, pero no se disfrutan de la misma manera. Es difícil dejar a los niños salir a jugar solos si vivimos en una ciudad, demasiados peligros a los que no podemos permitir que se expongan. Pero eso no impide que también puedan sentirse liberados del trabajo del curso, de la rutina de los deberes, las actividades extraescolares y las tardes de domingo sin amigos en casa porque hace frío y llueve. Muchos tienen la posibilidad de pasar unos días en el campo, de poder perderse un rato sin que nadie se asuste jugando con otros niños y niñas, de pasar una tarde entera molestando a los grillos (por suerte hemos perdido las habilidades que en mi infancia hacían que estos pobres bichos acabasen siempre muriendo en una jaula de plástico o una caja de cartón agujereada), o simplemente de correr o construir refugios convirtiéndose en protagonistas de historias increíbles.

Y a los que no tienen «casa en el pueblo», porque su pueblo es esta ciudad (y a mucha honra), les queda la playa. La playa, que es uno de esos espacios maravillosos en los que el tiempo pasa en un suspiro. Agua y arena son elementos que ellos pueden manejar y con los que se mezclan sin problemas, porque nadie les dice nada si se mojan o se rebozan como croquetas. Y les acompaña el mar, siempre tan grande, y esa facilidad para viajar con la fantasía que dan los barcos en el horizonte. Y lo mejor de todo es que no hace falta ir muy lejos, está aquí mismo, en casa.

Nunca nos ocurrirá lo que a aquella niña de dos años, a la que en el hotel, en el momento del desayuno, la comida y la cena sus padres la sentaban delante de un reproductor portátil de DVD, con la misma película de «Mickey» cada vez. Supongo que no lo llevarían a la playa (más que nada por la arena), pero me pregunto qué recordará esa niña de su vacaciones infantiles. Es muy posible que no sea el juego con los amigos, aunque quizás pueda, con los años, recitar de memoria las conversaciones que un ratón vestido y coloreado tenía con los suyos.

Que nadie se alarme, esta es la excepción que confirma la regla, seguro, y a los padres, sensatos todos ellos por naturaleza, se les ocurren otras maneras de entretener a sus hijos en vacaciones, que para eso tienen tiempo libre.

Pero con excepción o sin ella todo se acaba: volvemos a la rutina, a pensar en que nos queda un año por delante, a leer en los periódicos estadísticas sobre las horas que pasan los niños delante de la pantalla del televisor, del ordenador, del DVD, de la PlayStation o de la Nintendo DSL. Demasiadas pantallas. No es culpa de ellos si no les queda tiempo para ver la vida tal cual es: cotidiana y sencilla, pero llena de amigos con los que se disfruta más que con cualquier máquina.

martes, 19 de agosto de 2008

Historia de dos ciudades

Historia de dos ciudades



ESPERANZA MEDINA Las vacaciones son un buen momento para viajar, para conocer otras realidades e incluso para compararlas con lo que conocemos (aunque se diga siempre que las comparaciones son odiosas).

A mí, que me gusta la playa como a la que más, el sol me cansa. Será la falta de costumbre, pero tengo la sensación de que me derrite el cerebro y me dificulta el pensamiento. Por eso, aunque el mar es mi pasión (por eso y porque lo tengo cerca todo el año), busco destinos en los que se puedan hacer otro tipo de recorridos, diferentes al camino del hotel a la playa, algo más cargados de contenido cultural.

Y si además de aprender algo puedo visitar a alguna amistad lejana, mejor que mejor. Así es que este año me he venido a Portugal. Un país tan cercano y tan desconocido. Ésta es otra de nuestras asignaturas pendientes (de la mayoría de los españoles): conocer y valorar un país al que estamos totalmente ligados. Formamos parte de una misma tierra y nos define un pasado parecido, incluso en ocasiones común. Estamos «tan cerca y tan lejos». Tan cargados de prejuicios a veces que nos cuesta cruzar la frontera. Quienes lo han hecho saben lo acogedora que puede ser esta tierra.

Y si a alguien le frena el idioma, que no se preocupe, con un pequeño esfuerzo por entender de nuestra parte y otro que ellos hacen por hacerse comprender, todo queda solucionado, en un alarde de buena voluntad mutua.

Dicho esto, no queda más que disfrutar del descanso y de lo novedoso que nos rodea.

Es casi mediodía y suena una campanilla: el tren turístico. La ciudad en la que estoy no tiene mucho que enseñar, la ribera de un río por la que viaja un tren sobre el asfalto llevando visitantes. Y, eso sí, unas calles empinadas y empedradas que podrían ser un auténtico placer a la vista (nunca a los pies) del paseante si sus edificios convivieran más con la pintura y algún que otro retoque.

Es una ciudad de añoranza, de emigrantes que vuelven a casa en vacaciones, quizá por eso está tan orgullosa de lo poco que tiene y lo enseña, y espera que el visitante se maraville y vuelva a su rutina satisfecho de haberlo conocido.

Es una ciudad pequeña, agradable, un poco descuidada, pero muy tranquila. En realidad es una villa, y me recuerda a otra villa, agradable también, tranquila y que poco a poco va estando más cuidada. Pero mi otra villa tiene realmente mucho que mostrar. Tal vez algún día pierda la timidez y se decida a hacerlo, o tal vez sea necesario que, pasado el tiempo, regresen en vacaciones todos los jóvenes que desde hace más de una década han tenido que irse a trabajar fuera, ya adultos, con sus nuevas familias. Quizá la nostalgia nos devuelva el orgullo de lo que somos. El orgullo de lo que somos y el placer de compartirlo con los demás, con todos nuestros visitantes.

martes, 5 de agosto de 2008

Historia y leyendas

Historia y leyendas


ESPERANZA MEDINA He estado alternando con Bances Candamo en Sabugo (aunque la época a la que apuntaba su ropa despistaba un poco), he visto a «La Monstrua» llorar porque no se sentía querida, incluso he oído el grito de «por allí resopla» al divisar una ballena. Hacía una noche preciosa, cálida, de esas que dicen que no hay nunca en Asturias, en las que salimos sin chaqueta y parece que nos falta algo.

Que nadie piense que me estoy volviendo chiflada y comienzo a tener visiones, en absoluto, es sólo que el jueves comenzaban en Avilés las «Leyendas en el casco histórico» y yo me acerqué a Sabugo a disfrutar de la primera de este verano. Me parece una idea estupenda para aproximar a los avilesinos a la riqueza histórica de la villa, aunque reconozco que es más una recreación de la historia que un reflejo fiel de la misma.

Ésta es una asignatura pendiente que tenemos la mayoría de nosotros con la ciudad. He estado en ciudades pequeñas, en ciudades que apenas tenían una o dos personas significativas que mostrar y, sin embargo, lo hacían con tanto orgullo y entusiasmo que parecía que no había ningún otro lugar en el mundo más importante.

A nosotros, los personajes importantes de nuestro pasado nos suenan solamente como nombres de calles. Por comentar alguno citaré a los que se hizo referencia el jueves pasado: Carreño Miranda y Bances Candamo.

Don Juan Carreño de Miranda (1614-1685) fue nombrado «pintor del Rey» en 1969, está considerado como un excelente retratista, fue contemporáneo de Velázquez, del que era amigo. Entre sus cuadros se encuentran dos retratos que el rey Carlos II le mandó hacer de su bufona Eugenia Martínez Vallejo, conocida como «La Monstrua». Retratos en los que se basó Favila para hacer su escultura. La otra noche la pequeña dama salió de su inmovilidad para acompañarnos un rato, incluso cantándonos. Ahora la miramos con otros ojos, de simpatía. Y sabemos más sobre el personaje que da nombre al instituto.

Francisco Bances Candamo (1662-1704) escribió fundamentalmente obras de teatro, también en una época cercana al pintor. Fue nombrado «dramaturgo de cámara regia» por Carlos II. Lo que quería decir que escribía para el rey y su público era la nobleza. Sus obras de teatro tuvieron mucho éxito en su época entre dicha nobleza, no obstante algunas de ellas le ocasionaron problemas por su contenido político. Se nos acercó también en la plaza del Carbayo, aunque con una indumentaria ajena a su época, más bien de los primeros años del siglo XX, pero reconocible en cualquier caso por su interés literario y sus anécdotas personales.

Son dos ejemplos nada más, hay muchos otros personajes en nuestra historia, y muchos otros testimonios de lo que fue Avilés en el pasado. Tenemos muchas cosas que contar y que enseñar: desde algunos restos del Paleolítico hasta la más reciente historia industrial, pasando por nuestro propio fuero, «El fuero de Avilés», uno de los documentos más importantes que se conservan de la villa.

Un único museo no puede abarcarlo todo. Estaría muy bien sacar ese pasado a la calle, quizá con algunas placas que contasen los detalles más significativos de los sucedido a lo largo de los años en nuestra villa. O tal vez organizar aulas permanentes e interactivas para que niños y adultos pudiesen conocer nuestra historia y a nuestros personajes ilustres. Son sólo dos ideas que me vienen a la cabeza, no sé si acertadas, seguro que hay muchas otras que se pueden llevar a la práctica. Pero es que echo de menos que los niños de Avilés conozcan el pasado de la ciudad en la que viven. ¿O es que tenemos tanto que contar que no sabemos cómo hacerlo? Todo es proponérselo e ir sin prisa, pero sin pausa.

martes, 22 de julio de 2008

De viajes y recuerdos

De viajes y recuerdos


ESPERANZA MEDINA Hace unos cuantos años, me temo que bastantes, en mi casa había una enciclopedia. Era de mi padre y en algunas de sus páginas venían datos de las ciudades más importantes de España. Junto a esos datos aparecía alguna foto de lugares significativos de dicha ciudad. Recuerdo que iba marcando con una cruz, a lápiz (mi manía por cuidar los libros nunca me permitió escribir en ellos de ninguna otra manera), cada ciudad en la que mi abuela había estado. Era un extraño trofeo aquella enciclopedia, porque a mí me parecía que mi abuela había visto tantos lugares en el mundo que era realmente difícil superarla. Aunque desde el tiempo en que yo la conocía (poco, porque mi edad era muy corta) apenas se había movido de Avilés para ir a Oviedo o a Gijón, yo me la imaginaba como una pertinaz y osada viajera que había estado incluso en las fiestas de San Fermín, por supuesto, no corriendo delante de los toros, sino viendo el encierro desde un balcón.

Luego, a aquella enciclopedia le faltó espacio, porque mi abuela se fue a pasar unos meses en EE UU. Entonces comprendí que el mundo era realmente muy grande y se podía ir muy muy lejos.

Los viajes que ella me contaba fueron perdiendo empaque a medida que yo misma hacía alguna excursión con mis padres en autobús, el trayecto se me hacía eterno y lo único divertido eran las canciones que le pedían al conductor que acelerase para ser de primera, pero él debía de querer permanecer en segunda, al menos de momento. A mi me hubiese encantado ver «volar» el autobús y llegar a nuestro destino con un flamante conductor de primera.

Pero en lo que realmente viajé mucho fue en tren, cada año nos íbamos en él de vacaciones, en el expreso, «la unidad», incluso alguna vez en el «tren correo». Ese era el peor, porque paraba en todas las estaciones, y cuando digo todas, quiero decir absolutamente todas.

Aun así, viajar en tren siempre me ha encantado, me siento como en mi casa, forma parte de mi infancia, aunque en ocasiones tuviésemos que hacer parte del trayecto en la plataforma, sentados sobre las maletas, porque los vagones iban demasiado llenos. Pero eran otros tiempos y, por suerte, otros viajes, en los que había que llevarse el bocadillo y algunos incluso se atrevían con la tortilla.

Otros viajaban en coche ¡qué suerte tenían!, poder ir en coche donde quisieran, sin esperar el tren en las estaciones. Como no teníamos coche nunca supe lo que era ir cinco personas en un «seiscientos» cargados de equipaje. Emocionante, seguro.

Ahora los viajes son muy diferentes, y en vacaciones nos entra una extraña fiebre que nos obliga a viajar. Si alguien dice que se va a quedar en su ciudad lo miran por encima del hombro, con pena. Si el viaje va a ser por España la mirada es de lástima, porque, posiblemente, «no le da el sueldo para irse al extranjero». Un destino por Europa es aceptable, pero para un puente. Lo que realmente se lleva es irse a lugares exóticos como las islas Seychelles o Cancún. Y alguno, ante esos viajes, parece que se empequeñece porque sus vacaciones las va a pasar tranquilamente en una casa de un pueblo. De ninguna manera debe ser así, cualquier viaje, por corto que sea, puede ser placentero.

En cualquier caso, invito a los que no se van a que no se agobien, porque darse unos paseínos por Avilés es muy recomendable. Y si se echa de menos la sensación de «turisteo», no estaría de más apuntarse a una de las visitas guiadas por la ciudad que ofrece el Ayuntamiento, que deberían ser prácticamente obligatorias para todos los avilesinos o empadronados en la villa. A veces no valoramos lo que tenemos en casa porque no lo conocemos lo suficiente.



martes, 8 de julio de 2008

Lectura de verano

Lectura de verano



ESPERANZA MEDINA Llegan las vacaciones, quien más y quien menos ha guardado algún libro para leer esos días en los que aparentemente uno no tiene nada que hacer (luego se van en un suspiro y la sensación que nos queda es de cansancio y de no haber hecho ni la mitad de lo que habíamos planeado, paradojas de las vacaciones).

Y cargamos la maleta de objetos que no vamos a usar pero que nos parecen imprescindibles; a veces alguno de esos objetos que va y viene en un viaje sin sentido es un libro, el libro que estábamos deseando leer y que vuelve para mejor ocasión, quizás en Navidad, o el próximo verano.

Para algún observador excesivamente crítico puede parecer como si leer nos supusiese un esfuerzo imposible de soportar los días laborables: de las revistas, miramos los «santos» (como decía mi abuela); del periódico los titulares y no siempre todos, a veces sólo los que tienen las letras más grandes; de los libros, la solapa y los dejamos para el verano (momento que, para la mayoría de ellos, nunca llega).

Sin embargo, debemos contradecir a ese observador ya que, curiosamente, desde que aprendemos a leer, lo leemos absolutamente todo: los más nimios detalles del paquete de detergente mientras permanecemos en el baño, la letra más pequeña de las cajas de galletas (incluso, a veces, en portugués) mientras desayunamos; el letrero con los mismos horarios de siempre cuando esperamos el tren; los nombres de los compañeros de promoción en la orla de la pared de la consulta del dentista.

De alguna manera, estamos predestinados a la lectura, como un acto involuntario al que no podemos sustraernos. Y, sin embargo, nos falta algo que nos empuje al libro cada día, a ese pequeño confidente que nos susurra, en voz tan baja que nadie más oye, historias, sensaciones y paisajes que de otra manera no nos llegarían.

Es cierto que no hay tiempo, leer es un acto solitario que nos aísla de la familia, las interrupciones nunca son bienvenidas: si el libro es interesante, nos fastidia tener que dejarlo un momento; si es uno de esos que nos hemos propuesto leer a pesar de todo, que nos interrumpan supone perder el hilo y tener que retomarlo más atrás, con más desgana porque nos urge terminarlo (yo soy de las que siempre otorgan el beneficio de la duda, hasta el final, por si mejora). La televisión, por el contrario, podemos verla juntos, y hasta hacer comentarios en los momentos de anuncios, creo.

Se dice constantemente que si los adultos leyeran más libros, los niños también lo harían. Es posible que no sea tan sencillo solucionar el problema de motivación que se les plantea a los maestros a la hora de proponer lecturas a sus alumnos; no obstante, que los adultos lean más es, en cualquier caso, enriquecedor para los adultos. La literatura es un bien común que deberíamos disfrutar todos, como lo hacemos de la playa, o de la arquitectura, o la escultura de nuestra ciudad. Quizá poniendo microrrelatos en los paquetes de detergente, poemas en las cajas de galletas, en las paradas del tren, libros de relatos en las consultas del dentista y organizando ¿por qué no? algún recorrido a paso ligero dentro de las tablas de gimnasia para adultos de los polideportivos hasta la Biblioteca Municipal, volviendo con un poco más de peso en la mano, una marcha tranquila y respirando profundamente, por ejemplo. Ya se sabe que hay que cuidar a la vez mente y cuerpo.

Por cierto: ¿qué libro nos toca para este verano?

martes, 24 de junio de 2008

Noche de San Juan querida, dormirásla con cuidado

Noche de San Juan querida, dormirásla con cuidado


ESPERANZA MEDINA Desde los 7 años conozco la letra de la «Danza prima de Avilés», «la danza de las horas» la llamaba doña Eulogia, la profesora que nos la enseñó en el colegio. Entre lección y lección «echábamos un cantarín». Gracias a ella aprendí a disfrutar de las canciones populares, de bailes como el «xiringüelu». Era su técnica para que descansásemos entre las lecciones de matemáticas, de lengua, de naturales, etcétera. Nos poníamos de pie y cantábamos, o bailábamos apartando un poco las sillas y las mesas. También recuerdo los días previos a San Juan, buscando por todas partes cosas que se pudieran quemar en la hoguera; aunque los que realmente la hacían eran los mayores, los que luego se atrevían a saltarla. Igualmente recuerdo lo difícil que era convencer a mi madre para que nos dejara cascar un huevo y poner la clara en un vaso de agua «al relente», en la ventana, para ver qué figura salía al día siguiente. Nunca lo supe, porque mi madre no estaba por la labor de estropear un huevo, ya se sabe: «con la comida no se juega», no llegué a conseguir que me dejara hacerlo. Pero la magia de la noche de San Juan ya se había adherido a mí entonces. Más tarde, unos años más tarde, pude unir la hoguera con la danza prima que yo conocía tan bien. «Quién dirá que no es una / la rueda de la fortuna». Para mí fue un descubrimiento trascendente, aquello que yo había aprendido en el colegio interesaba a mucha gente y, lo que era más importante, a las personas mayores, que hacían corros cogiéndose por el dedo meñique y giraban al ritmo de aquella canción. Lo cierto es que Avilés, lo veo ahora, ha llevado durante muchos años un traje de ciudad sin historia, sin tradiciones, un traje que no le sienta nada bien. Avilés es una ciudad con una historia de mil años; parece una frase publicitaria, pero es una realidad. Lo que también es una realidad es que los avilesinos apenas conocemos esa historia, apenas participamos de las tradiciones como algo arraigado en nuestra forma de vivir. En la escuela se habla muy poco de nuestra ciudad, de sus pintores, escritores, músicos, artistas y personalidades que nos han ido precediendo en la villa a lo largo de estos últimos mil años. Se enseñan poco nuestras canciones, nuestra danza prima, que a mí tanto me divertía bailar de niña, con doña Eulogia. Es un error pensar que a los avilesinos sólo nos mueve a disfrutar de nuestro ocio en la calle la comida o la bebida, baste recordar el éxito que tuvieron el año pasado «Las leyendas en el casco histórico». Aumentemos el teatro de calidad al aire libre (recuerdo especialmente una magnífica representación de «Edipo, rey», en el Parche, hace unos veinte años), la música de todo tipo (los quioscos de nuestros parques están hechos para eso precisamente). Anunciemos «a bombo y platillo» todas nuestras propuestas culturales. Comencemos por ir a danzar la noche de San Juan. Este año yo no pude estar en la danza, y por eso, precisamente por eso, la he echado de menos. Pero no me olvido: «Noche de San Juan querida / dormirásla con cuidado». Y que la magia, o la alegría sin más de esta noche, os haya acompañado.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Encuentros

Que la vida está llena de encuentros no es ninguna novedad, ni un descubrimiento original al que me haya llevado una larga experiencia. Que esos encuentros perduran a veces marcándonos y definiendo lo que somos es sabido por todos. Y que en otras ocasiones los encuentros son efímeros y apenas los recordamos con el paso del tiempo es también una realidad que vivimos constantemente.

Y sin embargo hoy, precisamente por un encuentro, he vuelto a otro muy lejano en el tiempo. He vuelto a los años de colegio, y he recordado a una mujer que fue muy importante para mi entonces y de la que no he vuelto a saber nada: Adela Rico. No, no era una de mis profesoras, era la madre de dos de mis amigas, mellizas, con la que yo compartía una afición que no parecía interesar demasiado a otros adultos entonces: la poesía.

No recuerdo por qué le enseñé la primera vez uno de mis poemas, pero vuelve a mi el ánimo y el entusiasmo que me transmitía, haciéndome desear ir a su casa ilusionada cada vez que escribía algo nuevo. Ella también escribía poemas. Siento enormemente no conservar ni recordar ninguno. En aquella época yo aprendía de memoria casi todos los que pasaban por mis manos. Ya apenas recuerdo unos pocos, de otros sólo me queda la impresión que sentía al recitarlos.

De la mano de Adela hice mi primera lectura poética, con trece años, en la radio, en Gijón (lamento no recordar en qué emisora fue o cuál era el motivo, pero para los niños la vida es presente y no necesitan convertirla en historia, esa necesidad nos invade con los años, con el miedo a desaparecer para siempre sin haber dejado nada tras nosotros). También de su mano acudí a mi primer recital poético, yo, una niña, junto con otros poetas como Víctor Botas, creo que en el Teatro Jovellanos. Se me aparece como un sueño lejano aquel escenario enorme y aquel patio de butacas con personas que me escuchaban ¿qué pensarían?

Quizás pensaban lo mismo que yo ahora cuando leo los cuentos que escribe Isora. Ella tiene once años y es mi otro encuentro, el que me hace volver al pasado, a la niña que quería leer y escribir por encima de todo, porque, como a Isora, escribir me gustaba incluso más que leer ( y sus ojos me dicen, cuando se confiesa con estas palabras, que leer realmente le apasiona).Dos encuentros que me gustaría repetir. A Adela Rico quisiera reencontrarla para volver a enseñarle lo que escribo, para poner en sus manos los poemas de aquella cría que ahora son páginas de un libro y buscan su sitio en alguna estantería.Tal vez dejar su nombre hoy aquí me ayude a conseguirlo.

A Isora, que tiene nombre de “princesa intrépida”, y es capaz de escribir historias que nos envuelven sorprendiéndonos con un guiño de niña que viaja más allá, siempre más allá… como Peter Pan lo hacía al País de Nunca Jamás, a ella, la encontraremos todos, en unos años, formando parte de los estantes de las librerías.
Pero para ese encuentro, de momento, tendremos que esperar.

sábado, 24 de mayo de 2008

Noche de San Juan querida, dormirasla con cuidado

Noche de San Juan querida, dormirásla con cuidado

ESPERANZA MEDINA Desde los 7 años conozco la letra de la «Danza prima de Avilés», «la danza de las horas» la llamaba doña Eulogia, la profesora que nos la enseñó en el colegio. Entre lección y lección «echábamos un cantarín». Gracias a ella aprendí a disfrutar de las canciones populares, de bailes como el «xiringüelu». Era su técnica para que descansásemos entre las lecciones de matemáticas, de lengua, de naturales, etcétera. Nos poníamos de pie y cantábamos, o bailábamos apartando un poco las sillas y las mesas.

También recuerdo los días previos a San Juan, buscando por todas partes cosas que se pudieran quemar en la hoguera; aunque los que realmente la hacían eran los mayores, los que luego se atrevían a saltarla. Igualmente recuerdo lo difícil que era convencer a mi madre para que nos dejara cascar un huevo y poner la clara en un vaso de agua «al relente», en la ventana, para ver qué figura salía al día siguiente. Nunca lo supe, porque mi madre no estaba por la labor de estropear un huevo, ya se sabe: «con la comida no se juega», no llegué a conseguir que me dejara hacerlo. Pero la magia de la noche de San Juan ya se había adherido a mí entonces.

Más tarde, unos años más tarde, pude unir la hoguera con la danza prima que yo conocía tan bien. «Quién dirá que no es una / la rueda de la fortuna». Para mí fue un descubrimiento trascendente, aquello que yo había aprendido en el colegio interesaba a mucha gente y, lo que era más importante, a las personas mayores, que hacían corros cogiéndose por el dedo meñique y giraban al ritmo de aquella canción.

Lo cierto es que Avilés, lo veo ahora, ha llevado durante muchos años un traje de ciudad sin historia, sin tradiciones, un traje que no le sienta nada bien. Avilés es una ciudad con una historia de mil años; parece una frase publicitaria, pero es una realidad. Lo que también es una realidad es que los avilesinos apenas conocemos esa historia, apenas participamos de las tradiciones como algo arraigado en nuestra forma de vivir. En la escuela se habla muy poco de nuestra ciudad, de sus pintores, escritores, músicos, artistas y personalidades que nos han ido precediendo en la villa a lo largo de estos últimos mil años. Se enseñan poco nuestras canciones, nuestra danza prima, que a mí tanto me divertía bailar de niña, con doña Eulogia.

Es un error pensar que a los avilesinos sólo nos mueve a disfrutar de nuestro ocio en la calle la comida o la bebida, baste recordar el éxito que tuvieron el año pasado «Las leyendas en el casco histórico». Aumentemos el teatro de calidad al aire libre (recuerdo especialmente una magnífica representación de «Edipo, rey», en el Parche, hace unos veinte años), la música de todo tipo (los quioscos de nuestros parques están hechos para eso precisamente). Anunciemos «a bombo y platillo» todas nuestras propuestas culturales. Comencemos por ir a danzar la noche de San Juan.

Este año yo no pude estar en la danza, y por eso, precisamente por eso, la he echado de menos. Pero no me olvido: «Noche de San Juan querida / dormirásla con cuidado». Y que la magia, o la alegría sin más de esta noche, os haya acompañado.

sábado, 17 de mayo de 2008

¿Es todo lo "infantil" para los niños?

¿ES TODO LO “INFANTIL” PARA LOS NIÑOS?

Una vez tuvimos un pato, se llamaba Saturnino, como el de la tele. A pesar de nuestros cuidados Saturnino consiguió crecer, pero no fue capaz de aprender a volar aún cuando dedicábamos tardes enteras de nuestro descanso infantil a instruirlo pacientemente lanzándolo desde la cuarta escalera del patio. Tampoco le hizo nunca gracia vestirse y al cabo de unos meses el muy ingrato huía cada vez que mi hermano, Fernando (que era el dueño real del pato) o yo nos acercábamos. No recuerdo muy bien dónde llevaron después a Saturnino, puede que a la granja de alguien, en Villapedre, pero de eso ya no estoy segura. En cualquier caso el pobre Saturnino descansaría lejos de nuestras atenciones lo que le quedase de vida hasta que, supongo, alguien lo guisase.

¿Qué por qué cuento esto? Porque nosotros lo que en realidad queríamos era un pato como el de la tele, que parecía que hablaba y vivía aventuras cada día, no éramos conscientes de estar maltratándolo. En realidad, aunque niños (pero no tontos), sabíamos que los animales no podían hablar de ninguna manera, por más que los entrenásemos. Pero aquellas aventuras ingenuas ocurridas en la granja nos entraban por los ojos directas al cerebro tan claras como las margaritas que nos servían en primavera para hacer collares.

Y no ha cambiado nada, la mente de los niños sigue igual de receptiva antes las imágenes que transmite la televisión. O sí, si han cambiado cosas, a peor, a muchísimo peor, porque ahora muchos de los “programas infantiles” no muestran al educado pato Saturnino, sino que hacen desfilar ante los niños personajes agresivos, groseros, soeces, personajes que hacen trampas en el colegio, que se ríen de los demás… Hemos llegado a pensar que “como son dibujos son para niños”, y no es así, en absoluto.

¿Cuántos de los adultos que tienen niños en casa menores de ocho años se paran con ellos a ver los dibujos animados que ellos ven? Sólo por poner un ejemplo mencionaré a Shin Chan (un niño grosero y tirano con sus padres), no es precisamente el hijo perfecto que todos quisiéramos tener, aunque podría parecerlo, dado la cantidad de niños que no sólo lo ven sino que tienen ropa, muñecos y demás elementos propagandísticos de este personaje.

Eso no quiere decir que todas las series infantiles sean perjudiciales para ellos, al contrario, se diseñan con autentico mimo algunos de estos programas, sobre todo los dedicados a los más pequeños (por compensar con otro ejemplo: “Caillou”). El verdadero problema es que no hay un mínimo control de calidad en lo que las televisiones ofrecen a los niños. Es cierto que ocurre también con los adultos, pero nosotros no estamos desprotegidos ante eso, podemos cambiar de canal o apagar el televisor directamente. La solución para los niños es sencilla también: interesémonos un poco por el contenido de lo que ven y escojamos para ellos sólo aquello que nos parezca apropiado. Los niños se divertirán igual y quizás incluso aprendan con el tiempo a escoger por ellos mismos.

En fin, dejemos de hablar de la televisión basura y, simplemente, cambiemos de canal.

domingo, 11 de mayo de 2008

Los cuentos de mi abuela

Los cuentos de mi abuela


ESPERANZA MEDINA Me gusta contar cuentos, siempre me ha gustado, desde que era muy pequeña. Primero me los contaba a mi misma, inventando historias fantásticas en las que yo era la protagonista. Después, en la adolescencia, se los contaba a mis amigos, en las noches de acampada. Ya sé que lo más apropiado en esas ocasiones es cantar acompañados de la guitarra, pero yo tengo un oído espantoso por lo que oírme cantar no era precisamente un placer (aunque sigue fascinándome que me canten); así que jugábamos al juego de los cuentos: mis amigos me decían dos o tres objetos inermes y sin conexión y yo inventaba una historia? Esas historias desaparecían a la mañana siguiente, cuando todos las olvidábamos, nunca tuve necesidad de escribirlas, pertenecían al momento en el que las expresiones, el interés o las sonrisas de los oyentes las iban conduciendo por uno u otro camino.

Pero es que yo crecí arropada por la mejor contadora de cuentos: mi abuela. Los cuentos de mi abuela no pasarían hoy ningún filtro de contenidos apropiados para la infancia. Pero eran fantásticos. Una y otra vez sus nietos le pedíamos que nos los contase, eran mucho más divertidos que los de los libros (Caperucita, La Cenicienta?), aunque los de ella no tuvieran "santos" y necesitásemos imaginar las escenas que nos iba relatando, inventando según las contaba, olvidándose de los detalles del día anterior, lo que nos obligaba a recordárselos? "güela, te saltaste cuando la mujer se puso a mear encima de una piedra en el prao y salió una culebra?"

No sabría decir qué tenían aquellos cuentos que nos encandilaban, o sí, eran cotidianos y transgresores, tenían esa parte de realidad que los hacían posibles y esa parte de hilaridad que los hacían fantásticos. En los cuentos de mi abuela estaba la tradición ¿quién se los habría contado a ella?. No eran cuentos para niños, eran historias de mayores ridiculizadas y despojadas de parte de los detalles escabrosos, sólo de parte, porque recuerdo aquel en que una mujer "se entendía" con el cura del pueblo cuando el marido salía a trabajar. Para nosotros, eso de "entenderse" no tenía ningún significado peyorativo, pero intuíamos que no debía ser bueno hacerlo a escondidas. Curiosamente puedo añadir otra anécdota parecida a ésta, cuando yo me empeñé en leer por primera vez "La Regenta" con doce años, no fui consciente de lo que ocurría en algunos pasajes como en el que el Magistral se "entendía" con la criada. Ahora, con doce años, posiblemente cualquier niño entendería esa escena, la televisión se ha encargado de aclarar las sutilezas.

No voy a desvelar detalles de aquellos cuentos (posiblemente todos podamos recordar alguno parecido), pertenecen a mi infancia, a mi pasado y a una tradición que se va perdiendo con el tiempo, la de la difusión oral. Por suerte, hoy, los cuentos que se escriben para niños son textos esmerados, pensados para ellos, artísticos y entretenidos. Los "cuenta-cuentos" se disfrazan, utilizan marionetas, incluso magia. Pero a mi, de vez en cuando me gusta contar un cuento a mis alumnos sólo con palabras, sin imágenes ni aditivos. Quizás por la sonrisa y la ternura que me provoca el recuerdo de la mejor contadora de cuentos que he conocido: mi abuela Enriqueta.

martes, 29 de abril de 2008

El prao del roble

"El prao del roble"

ESPERANZA MEDINA El domingo por la mañana quedamos con una amiga en una cafetería de La Magdalena llamada «El roble», y fue inevitable? el nombre me devolvió a mi infancia en «el prao del roble». Ahora la cafetería ocupa una parte de aquel escenario de mis juegos, el resto está habitado por edificios y algún que otro jardincillo.

«El prao del roble» eran las tardes templadas y la brisa suave. Ir de merienda con los amigos, en libertad (a cien metros de la ventana de la cocina y la mirada ocasional de mi madre). Era la ropa bailando en los tendales de las vecinas de la calle. Los colchones de lana que se «variaban» al llegar el buen tiempo, siempre en compañía, ayudándose unas a otras. Era las vacas de Constante recogiéndose al atardecer y tirando invariablemente la cabaña de cartones que habíamos estado construyendo ilusionados durante horas. Eran las tardes de los domingos en que las mujeres jugaban a la lotería en una ancha acera junto al prado, un territorio que a los niños nos estaba prohibido en aquellos momentos para no interrumpir el juego. Recuerdo cómo me gustaba oír cantar: «Los dos patitos, la niña bonita?». Y cómo me sentía orgullosa de saber que eran el 22, el 15...

«El prao del roble» era rodar por una diminuta cuesta, la hierba en los pies cuando nadie nos veía descalzarnos, las carreras, «la queda», los indios, las confidencias, los grillos? el sol y las nubes navegando despacio por aquel mar lejano. Despacio como el tiempo que pasaba, con la seguridad de que mañana sería exactamente igual, exactamente la misma placidez y la misma sensación de que la vida era eterna y seguiría siempre así. «El prao del roble» era la piedra que hizo que dos vecinas se dejasen de hablar durante un tiempo y que a mi (tenía entonces cinco años) un enfermero de «La Casa de Socorro» me diese seis puntos de sutura en la frente mientras me preguntaba que cómo se llamaba mi novio y yo respondía a gritos que Pedro, a la vez que mi padre se mareaba sentado en un banco por la impresión de la sangre.

Era también las historias que los mayores contaban en voz baja sobre una guerra y una «finca Pedregal» que yo no conocía. La sensación de que todas las casas eran tu casa aunque no hubiese niños en ellas. Era el pan con chocolate o con mantequilla y azúcar por las tardes. Las bolas de anís de la tienda de «María Rodes» o los «Tigretones» del «Chigrín». Quizás fuese sólo una gran mentira infantil, pero es la mentira que recuerdo Yo era una niña, una niña pequeña que no vivía en un entorno bucólico pero que no creía que hubiese mejor universo que el suyo. Fuera de mi mundo (más allá de los arroyos que bordeaban «el prao del roble») habían hecho calles y aceras sin sentido, sin sentido para mí que imaginaba que un «polígono» consista en hacer carreteras que no iban a ningún sitio en medio de los prados, era totalmente absurdo. Y crecí, y empecé a ver levantarse edificios junto a aquellas aceras, y empezaron a pasar coches por aquellas calles, y a venir gente. Y yo me fui, a vivir a otro lugar, con calles, aceras y edificios parecidos a los del «polígono» posiblemente edificados en los prados de la infancia de otros niños. Y allí dejé la mía, como un tesoro, enterrada a veintidós pasos de la cuadra de Constante, bajo el bálago de hierba, posiblemente muy cerca de los cimientos sobre los que el domingo me sentaba en una silla de la cafetería «El roble».Y fue inevitable, sentarme en aquella silla, y mi infancia volvió a mí?

martes, 15 de abril de 2008

A la larga tampoco compensa

A la larga tampoco compensa

ESPERANZA MEDINA
Supongo que no seré yo la única persona que tiene la sensación de ser timada cada vez que algo bueno, barato y útil para facilitarnos la vida diaria aparece. También, imagino, que no seré yo la única en contratar algún tipo de servicio creyendo firmemente que aunque me resulte algo más caro, a la largaÉ compensa, ya que me va a suponer un ahorro según pase el tiempo. Pongo por ejemplo la compra de un coche, hace unos años había que decidirse por uno de gasolina o de gasóleo, lógicamente el de gasóleo era más caro, pero a cambio el combustible estaba más barato (nunca iba a ponerse al precio de la gasolina, pensaba yo, ¡qué ingenua!). Y me decía: «a la larga, compensa». Pues no, no compensó.

Algo parecido me ocurrió con cierta telefonía por cable, que te hacía incluir en el contrato la programación televisiva. No era necesaria, apenas hay nada interesante que ver en la tele (¡cuántas veces habré yo oído y dicho eso!), pero como la factura del teléfono salía más barata: «a la larga, compensa», me convencía yo al contratar un servicio que no necesitaba. Pues no, no compensó.

No sé si hablar de la inversión que muchas personas hicieron en la instalación de gas por tubería para uso doméstico con la esperanza de que tal inversión «a la larga, compensa», aunque el desembolso hubiese sido considerable en el momento. Pues no, no compensó.

Y a mí, que habían conseguido convencerme totalmente de que para esos usos (agua caliente, calefacción, cocinaÉ) era muchísimo mejor, más segura y más limpia la electricidad, me vienen ahora con una nueva tarifa, en la que el incremento de lo que gasto durante las horas de precio con recargo será aproximadamente de un 30% en relación a lo que ahora pago (ya con un 5% aproximado de recargo durante el día). Eso sí, se amplían las horas de tarifa reducida, de 22.00 a 12.00 horas en invierno y de 23.00 a 13.00 en verano. Es decir, que debo cocinar antes de las 12.00 en invierno, no calentar la comida a ser posible después de esa hora (ni la merienda ni la cena antes de las 22.00 horas), tampoco debo usar la plancha entre las 12.00 y las 22.00 horas, ni poner el horno, ni encender las luces, ni utilizar el ordenador o cualquier otro utensilio que necesite la electricidad para funcionar. El único problema es que suelo volver a casa bastante después de las 12.00 y acostumbro a hacer todas esas cosas antes de las 22.00 (incluido cenar). Pero ahora se convertirán casi en un lujo si quiero seguir manteniendo mi tarifa reducida nocturna para poder encender la calefacción, la lavadora, el termo del agua caliente y el lavavajillas, como hasta ahora.

¿A alguien se le ocurre qué había pensado yo cuando contraté esta tarifa? Exactamente eso: «a la larga, compensa». Pues no, no me compensó. Y lo peor de todo es que no puedo hacer nada ante estas medidas que se toman sin tener nunca en cuenta a los usuarios, sólo patalear un poco y seguir confiando en que encuentre alguna ocasión en que sea totalmente cierto eso de que: «a la larga, compensa». Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. De aquí al invierno que viene intentaré buscar una solución más creativa al frío que la luz eléctrica, quizá rescatar del armario la toquilla de mi abuela, ya veré, igual, a la largaÉ compensa.

martes, 1 de abril de 2008

En un principio... el teletrófono

En un principio... el teletrófono

ESPERANZA MEDINA
Si Graham Bell (que parece ser que no inventó el teléfono, sino que simplemente fue el primero en patentarlo) y Antonio Meucci (que parece ser que fue el inventor del teléfono, pero lo llamó teletrófono) hubiesen sospechado lo imprescindible que iba a llegar a ser su invento un siglo más tarde, no habrían cabido en sí de gozo o lo habrían pisado destruyéndolo sin remedio, ya que, en su versión moderna de telefonía móvil, para algunas personas es casi una adicción insana.

El teléfono, en su momento, fue relegando a un segundo, tercero o cuarto planos a las epístolas, dejamos de escribir cartas y empezamos a recibir únicamente facturas y publicidad por correo. Esta manera de «hacer generosas ofertas de todo tipo» tiene la estupenda ventaja de que puedes tirarlas a la basura (perdón, a reciclar) sin ni siquiera abrirlas. Eso debían sospechar las empresas que se publicitaban porque de unos años a esta parte la invasión propagandística se realiza a través del teléfono. De esta manera no tenemos que hacer el esfuerzo de leer nada y está garantizado que vamos a contestar desde el momento que cogemos el auricular. Pero es una agresión mayor a nuestra intimidad que la carta que reciclamos.

Podemos tener cuidado y no dar nuestro teléfono salvo en lugares oficiales, pero, curiosamente, todo tipo de agencias de seguros, de venta variada, etcétera, se hace con nuestro número. Pero no sólo eso, sino que estamos clasificados en diferentes categorías y no reciben el mismo tipo de llamadas las personas mayores que, por ejemplo, las de mediana edad. Y yo me pregunto: ¿si no facilitamos nuestro número de teléfono habitualmente, por qué las empresas que nos llaman saben en qué categoría nos encontramos?

Es muy frecuente, y se debe tener cuidado, que a través del teléfono consigan obtener datos personales de quien responde, saber su estado civil, su edad aproximadaÉ por preguntas aparentemente triviales como «¿se puede poner su marido?», «no, estoy viuda», «¿a qué hora le vendría bien que llamásemos mañana para explicarle con calma nuestra oferta?», «no llego de trabajar hasta las ocho de la tarde». Supongo que era de esperar que de un invento tan útil como el teléfono se pudiera hacer uso para diferentes timos, tanto ilegales como legales («llame usted al 906... y le dirán cuál es el regalo que le ha tocado»). Eso mismo ocurre con los móviles, en versiones diversas («alguien te quiere conocer, te ha tocado un coche... manda un mensaje al...»).

Pero no seré yo quien diga nada en contra de este aparato que me permite salir de casa sin quedar previamente en un sitio o una hora concretos (como ocurría hace unos años), o ir al otro extremo del supermercado sin tener que concertar un lugar de encuentro al acabar las compras, o encargarle a mi hija que traiga el pan cuando vuelve de clase y a mí ya no me da tiempo a hacerlo... con un mensaje o un simple «nos llamamos». Aunque todo tiene sus inconvenientes y de vez en cuando (sólo por fastidiar) se nos acaba la batería o no tenemos cobertura.

En cualquier caso, me alegro de que los cubanos puedan, por fin, aprovechar las múltiples ventajas del electrodoméstico personal más necesario hoy día en nuestras vidas: el descendiente actual del teletrófono.

martes, 18 de marzo de 2008

Publicidad ¿engañosa? Nooo...

Publicidad ¿engañosa? Nooo...

ESPERANZA MEDINA
Estoy de vacaciones, eso es bueno, lo sé. He comido en mi casa, me he sentado en el sofá y he puesto la tele. Tuve la mala suerte de encenderla justamente cuando comenzaban los anuncios, pero no importa demasiado, las vacaciones hacen que uno no tenga prisa.

Según aparecen los anuncios en mi televisor, voy tomando nota mentalmente de las cosas que se van anunciando y que al parecer serán imprescindibles en mi futuro inmediato. Comienzo por la alimentación y los milagros que pueden producir ciertos alimentos convenientemente «mejorados» por las marcas que los fabrican, como los productos lácteos; los hay como los colores, para todos los gustos (o necesidades, debería decir en este caso). Unos te mantienen joven, otros ayudan a prevenir el colesterol; no hay que preocuparse si uno ya lo tiene un poco alto, porque en sólo tres semanas otro producto puede bajarlo. Eso sí, las vacas deben ser las más sanas y mejor informadas (un punto para las vacas, no todos conseguimos cumplir esas dos premisas a la vez).

Entre los alimentos que debo consumir está un zumo de naranja del que advierten que no está recién exprimido, pero es «casi» perfecto (supongo que no tienen ninguna intención de confundirnos, ya que lo perfecto sería exprimir las naranjas). Por supuesto, no tengo nada que objetarle a un bizcocho «sandwich de leche, sencillamente natural, sencillamente fresco», que es mucho mejor que beberse un sosísimo y aburrido vaso de leche. Ni que decir tiene que a partir de hoy no pienso prescindir de cierto pastelillo con un agujero en el centro que me va a hacer más feliz el resto del día, ni de las galletas que me ayudarán a transformar mi grasa en energía gracias a la «fibro-carnitina». Claro que luego igual necesitaré el yogur ése para el colesterol, la revista que me explica «la manera de vencer la celulitis y preparar mi cuerpo para el verano» o la clínica de adelgazamiento que siempre nos muestra mujeres perfectas que no tienen (ni habrían tenido nunca) problemas de ese tipo. ¡Menos mal que la publicidad no es engañosa!

Una vez que he asumido cuál debe ser mi dieta perfecta, me fijo en los productos que cuidarán mi piel: además del yogur que la alimenta, debo comprar una crema que rellena las arrugas con resultados «probados» en un mes; un gel que «defiende mi piel de la contaminación, el frío y el estrés» (no voy a necesitar ni abrigos ni salidas al campo para respirar aire puro y relajarme); el perfume debo elegirlo según cómo quiera mostrarme (atractiva, romántica, seductora, irresistible).

Ya solucionado mi aspecto personal, sólo me queda hacerme con el detergente que no sólo sirve para limpiar el baño, sino que también protege contra la suciedad (ése sí que es un gran invento). Aunque tiene un serio competidor en otro producto de limpieza para suelos que debe llevar incorporado un mayordomo muy atractivo que me hizo recordar aquellos anuncios de mi infancia en que los coches parecían traer con su equipamiento una chica guapísima (¿será que no hemos avanzado tanto como pensábamos?).
En fin, que apenas llevo 20 minutos de mis vacaciones descansando en el sofá y ya me han aconsejado a través del televisor en qué debería gastarme el presupuesto de toda la Semana Santa. Creo que lo mejor será que me vaya a dar un paseo por mi villa, que siempre es algo muy agradable, y apague durante el resto de mis vacaciones la tele . Algunos me dirán (y con razón): «Haber empezado por ahí, para eso son las vacaciones». Y eso es lo que voy a hacer, disfrutar de esta ciudad que cada día me gusta más. Nos vemos en El Parche.

martes, 4 de marzo de 2008

Viaje en el tiempo... (en autobús)

Viaje en el tiempo... (en autobús)

ESPERANZA MEDINA Confieso no estar muy familiarizada con la teoría de la relatividad, ni saber cómo afecta al tiempo y al espacio, pero la experiencia cotidiana me habla de que ambos se relacionan de forma relativa, al menos en los viajes. El tiempo que dedico en recorrer el espacio que me separa de Cangas de Onís (donde trabajo) me ocupa alrededor de una hora (hora y media si voy en autobús desde Oviedo).

Para recorrer un espacio infinitamente más pequeño, como es el que hay entre el parque del Muelle y Llaranes proporcionalmente el tiempo que empleo se multiplica.

Por ejemplo, si un domingo cualquiera durante la mañana quiero darme una vuelta por el barrio de los que fueran productores de Ensidesa, y como siempre tengo la mala suerte de llegar a la parada poco después de que acabe de salir el autobús, me toca esperar una hora en el parque que, por otro lado, no es un mal sitio, aunque la carretera no hace la espera muy agradable. Debo decir que hay más líneas en nuestra comarca que mantienen esa costumbre, parece que nos sugieren que los días de fiesta es mejor quedarse en casita.

Supongo que todas las compañías que se dedican al transporte tienen derecho a obtener beneficios, por supuesto también las que se dedican al transporte urbano, aunque éste deba ser fundamentalmente un «servicio público». Quiero decir que es importante que «el público» que necesita utilizar ese «servicio» pueda hacerlo, que sea realmente útil y que se pueda dejar el coche en casa cuando nos queremos desplazar por los barrios de nuestra villa.

Por suerte, en los últimos años el transporte urbano en Avilés se ha integrado en la ciudad, permitiéndonos acercarnos a puntos diferentes, y no necesariamente a los barrios de la periferia, como ocurría antes, gracias a un autobús (de la excesiva cuantía de ese billete de autobús quizás debamos hablar en otra ocasión). Llaranes parece ser un caso aparte, durante años la excusa para mantenerlo al margen era que los autobuses no podían pasar por «El Puentín», ahora ya no es así. Sin embargo hemos ido viendo a lo largo de los años cómo la periodicidad con que pasaban los autobuses se iba alargando: cada quince minutos, después cada veinte, más tarde cada treinta, en algunos momentos cada hora.

Nos atiborran con campañas publicitarias para el ahorro de la energía, incluso celebramos de vez en cuando el día de la ciudad sin cochesÉ (menos mal que suele ser en fin de semana y no necesitamos con urgencia usar el transporte público). La ciudad tiene que ser un lugar agradable para todos, vivamos cerca o lejos de ella. Y el tiempo debería servirnos para disfrutarlo, no para esperar en paradas de autobús. Todo es mejorable, otras ciudades cercanas han sabido hacerlo ¿por qué nosotros no?

En fin, sólo se me ocurre que intentemos disfrutar lo más posible de nuestros desplazamientos en transporte público y que quizás entre autobús y autobús alguien nos explique con calma la teoría de la relatividad de Einstein (por aprovechar el tiempo).

martes, 19 de febrero de 2008

Café solo... para ella

Café solo... para ella

ESPERANZA MEDINA
No es la primera vez que me pasa, en realidad no es algo importante o significativo, ni siquiera ocurre siempre, pero me hace pensar. Me refiero al hecho de que me sirvan un café con leche cuando yo pido uno solo y mi acompañante es masculino y es él quien lo quiere con leche; o de que si lo que pedimos es un vino y un café éste último me lo coloquen a mí. Ni siquiera mencionaré lo que ocurre cuando una de las consumiciones es un infusión (parece como si los hombres no las tomasen nunca).

Y no voy a decir que eso es machismo, no lo es. Y no voy a comentar que ocurre siempre que los camareros son hombres, porque tampoco es así. Supongo que tiene que ver con esos prejuicios inconscientes que no nos podemos quitar de encima, con los roles que aplicamos hasta en los más mínimos detalles. Un buen camarero o camarera recuerda quién le pidió cada cosa, una persona más despistada pone la bebida supuestamente más fuerte al hombre, eso es todo. ¿O no?

Entonces me viene a la cabeza la recientemente pasada época de Reyes y el comentario en el autobús de dos madres sobre lo que pedían sus niños pequeños. Voy a evitar relatar la lista de regalos de moda que aparecen en los catálogos de publicidad y mencionaré sólo que uno de ellos, de 3 años, quería un cochecito de bebé, pero, claro, a su padre no le hacía ninguna gracia que el niño pasease por la calle con el cochecito el día de Reyes, ése era un regalo de niñas. El otro no había tenido ese problema el año pasado cuando había pedido una cocinita ya que hay cocineros-hombres muy famosos (televisivos algunos) y, en todo caso, la cocinita se queda dentro de casa. Me hizo gracia en su momento pensar que posiblemente ese padre que prefería que su niño pidiese un coche de carreras a un cochecito de muñecas seguramente habría paseado un montón de veces en la sillita a su propio hijo, porque estoy segura de que no era un mal padre, ni un machista incapaz de entender que la mujer es simplemente una persona con los mismos derechos que los hombres. Sencillamente, seguimos las normas, vemos natural simplemente lo frecuente. Deberíamos hacer frecuente entonces lo natural, hay pocas cosas que nos diferencien a hombres y mujeres, y las que hay no deben estar acompañadas de prejuicios.

He tenido suerte, nunca me he sentido especialmente discriminada por ser mujer, ni en mi trabajo ni en mis relaciones sociales, pero por desgracia no a todo el mundo le ocurre así. Y, aunque vamos mejorando en este sentido, debemos cuidar todos los detalles, educar nuestro cerebro, que a veces nos traiciona y se acomoda en los estereotipos de nuestros abuelos.

Mientras tanto, y aprovechando que empieza a hacer buen tiempo, tomaremos sidra, que parece una bebida mucho más igualitaria: una persona, un culín.

martes, 5 de febrero de 2008

Martes de Carnaval

Martes de Carnaval

ESPERANZA MEDINA
A veces somos espectadores de la vida, nos sentamos a tomar un café en cualquier parte y vemos cómo pasa. En la mesa de al lado cinco señoras echan la partida cada tarde, el alboroto se va haciendo familiar, por lo cotidiano, y hasta te apetece saludarlas si las ves por la calle. Un poco más allá, un grupo de jóvenes alegres bromean. En la barra dos hombres hablan de fútbol; por supuesto, no son del mismo equipo. Y el café se convierte en una necesidad vital de contacto con otras vidas que una puede imaginar más allá de las paredes del local que compartimos unos minutos cada día.

Pero llega el Carnaval, y esas otras vidas que una sólo observa forman parte del disfraz que te pones esos días. Y un empujoncito de cadera (a modo de unos de esos «bailes de moda» de Georgie Dann) te mete en la vida de lleno. Hace fácil lo difícil: hablar con los desconocidos, sonreír abiertamente si algo te hace gracia, nadie se enfada.

Tanta alegría, tanta amabilidad y buenas intenciones, tantos deseos de comunicación y relación, de contacto humano, ya los quisieran para sí muchas Navidades de esas de El Corte Inglés. Es incomprensible por qué hay personas para las que esta fiesta tiene tan mala fama; aquí no se cometen más excesos que los de cualquier fin de semana, a no ser, claro, que disfrutar del buen humor sea un exceso insano y reprobable.

Y en Avilés dura la fiesta lo que nos dejan, incluso aunque no sea fiesta. Y nadie se extraña de ver pasear por las calles indios, mexicanos, hadas o brujas. Incluso a la misma Muerte llevando de la mano a Caperucita Roja. El nuestro no es sólo un Carnaval para niños, es un Carnaval para todos, un Carnaval que nos hace salir del ascensor y saludar a nuestros vecinos vestidos a la usanza de la Edad Media, que nos impulsa a regalar doblones de chocolate fruto de algún botín pirata a desconocidos hambrientos, que nos hace saludar con una reverencia a cualquier miembro de la corte de Luis XV.

He leído que el Carnaval en Avilés tuvo tanto éxito porque hubo una generación muy amplia de jóvenes en un momento determinado de su historia; quizá sea cierto, pero el llamado «baby boom» no fue exclusivo de nuestra villaÉ Y tengo que decir que a mí, que soy una de aquellas «jóvenes», me animaba a salir a la calle vestida con cualquier cosa el ver a gente mayor disfrazada. A veces los trajes eran muy originales, otras muy elaborados, en muchas ocasiones imposibles para entrar en los bares, pero todo aquel ingenio formaba parte de la magia del Carnaval. Es una pena que no se haya dado más importancia a esta fiesta y no guardemos un archivo de imágenes de todos estos años de trabajo y creatividad antroxera de los avilesinos. Quizás aún estemos a tiempo, la mayoría de nosotros seguro que guarda una foto de aquel disfraz o aquel artefacto del Carnaval de hace unos años (como las que Miki López nos muestra en este mismo diario, aunque las nuestras no sean tan artísticas). Queda dicho, por si alguien se hace eco de la idea.
En fin, ¿que por qué nos gusta tanto el Carnaval? Pues no lo sé; quizá sea porque sólo nos visita una vez al año y dura lo que los frixuelos de mi abuela, que llegaban cargaditos de azúcar y anís el martes de Carnaval y se habían ido antes de la Cuaresma.

Y mañana otra vez al café, al periódico y a no saludar a las señoras de la partida de cartasÉ Creo que voy a tener que tomar medidas.

martes, 22 de enero de 2008

Bocadillos de chorizo

Bocadillos de chorizo

ESPERANZA MEDINA
Hace unas semanas terminaba la Navidad, los excesos (de buenos deseos y todo tipo de manjares). Estamos en plena cuesta de enero, resbalando por los remordimientos de conciencia y buscando las dietas fáciles que nos aproximen sin complejos al verano. Es cíclico, como las estaciones: engordar-adelgazar, difícil sustraerse a tanta publicidad, a tantas recetas mágicas para no envejecer y tener un cuerpo diez.

Como contrapartida, o quizá debiera decir como complemento, están las estadísticas que nos hablan de la obesidad infantil, que ha crecido enormemente en los últimos años en España. Nuestra famosa «dieta mediterránea» se está convirtiendo en un mito, en una de esas leyendas del pasado que contaremos a nuestros nietos como las hazañas del Cid: «Hubo un tiempo en que nos ponían de ejemplo ante los países más importantes del mundo por nuestra forma de alimentación, la famosísima dieta mediterránea». Es posible que entonces ya nadie recuerde en qué consistía. Quizá no necesitemos que pase tanto tiempo para que sea así.

Nos hemos convertido en padres complacientes, en padres que no saben qué hacer cuando su hijo llora, cuando su hijo dice «no quiero», en padres que prefieren ceder continuamente. Decir «no» a un niño es demasiado complicado y siempre supone un gran esfuerzo, porque hay que compensar y mantener ese «no» hasta que el niño comprenda cuál es la conducta correcta, la que esperamos de él. (En este sentido, hay un libro muy interesante de M.ª Jesús Álava Reyes, titulado «El no también ayuda a crecer»).
Esta dificultad nuestra condiciona también la alimentación de los niños, es más fácil que coman si les damos lo que les gusta, al menos estarán alimentados, pensamos, pero es un error, no es lo mismo estar alimentado que estar bien alimentado. En el primer caso podemos estar abriéndoles la puerta a problemas como la obesidad, con las consiguientes enfermedades y trastornos que producen a la larga, y no sólo físicos. Los trastornos alimentarios, la bulimia y la anorexia, nos encogen el corazón a los padres. Yo no pretendo tener la solución a esos problemas (ya me gustaría), pero propongo una reflexión sobre nuestros hábitos alimenticios: ¿qué comemos los padres?, ¿realmente de todo?, ¿qué damos de comer a nuestros hijos?, ¿dónde están las famosas cinco raciones diarias de frutas y verduras que debemos comer?

Quizá no sea imprescindible ser radicales y darles sólo alimentos libres de grasas o de azúcares, pero sí que en casa todos comamos frutas, legumbres, lácteos, pescadoÉ y sustituyamos la sabrosa bollería por algún que otro bocadillo de chorizo o jamón o quesoÉ, eso sí, con pan del «de verdad», no del de molde sin corteza. No poco se hubieran reído nuestros bisabuelos si alguien les hubiera dicho que llegaría un tiempo en el que del pan sólo se comería la migaÉ Y es que los tiempos avanzan que es una barbaridad. Aunque a veces hacia atrás.

martes, 8 de enero de 2008

San Balandrán

San Balandrán


ESPERANZA MEDINA

Cuando era una niña, en los veranos, mi madre me reñía invariablemente cada vez que nos subíamos a la barca en la que cruzábamos la ría hasta la playa de San Balandrán, porque invariablemente yo sacaba la mano de la barca y, entre los neumáticos que llevaba atados a los costados, la metía en el agua. El peligro no era grande, pero seguramente saldría sucia. Recuerdo el agua con pequeños arco iris que provocaban el sol y la grasa de los barcos, y el olor, como parte del mar y de mi infancia, de la galipota que los barcos y seguramente la Fabricona, iba dejando en aquel agua tan mía desde entonces.

Recuerdo el apodo del barquero que nos llevaba, Melilla, y recuerdo que me parecía sorprendente que se lavase la cabeza con detergente para la vajilla (le cantaban mientras hacíamos el trayecto: «¿Qué es aquello que reluce, que reluce más que el sol, es la calva de Melilla, que la lava con Mistol»).

Tardé muchos años en saber que ese olor que yo inspiraba con profundidad no era el olor del mar, sino el de la suciedad y el abandono de lo nuestro, de lo que realmente importa cuidar y mantener. Da un poco de vergüenza confesar esto, pero es así, la infancia nos acerca a la vida con tanto deseo de poseerla, tanta necesidad de disfrutarla, que cualquier cosa que la evoque nos trae buenos recuerdos.

Como crecí al lado de mi ría, fui viendo desaparecer aquella playa mágica que yo recordaba como un paraíso. Los ojos de los niños tienen miles de filtros mentirosos que transforman la realidad a su antojo. Lo recuerdo bien, aunque era muy pequeña: un poco más allá, al otro lado del merendero estaban los barcos abandonados de los piratas, entre los que alguna vez vi aparecer un cangrejo de la mano de mi padre. Mi padre nadaba muy bien y para mi hacía «la ballena» flotando boca arriba y lanzando un chorro de agua por la boca. La excusa del progreso se encargó de ir quitándome todos aquellos filtros infantiles.

Nos costó un tiempo, pero nos fuimos dando cuenta de lo mucho que nos gustaría vivir en una ciudad limpia, nos fuimos sintiendo orgullosos de los edificios, de los parques y hasta de la ría.

Nos fue gustando pasear por nuestras calles, ir al teatro, sentarnos en las terrazas de los bares y ver el reflejo de la lluvia en el pavimento de colores desde los soportales. Nos fue gustando saber más de Avilés, que quien venía a visitarnos se sorprendiera de nuestro casco histórico (aunque el motivo fuese que esperaban encontrar una ciudad llena de chimeneas y humos).

Pero ahora, que iniciamos el siglo XXI, que asumimos todos el reto de la ecología y la importancia del medio ambiente, siguen apareciendo manchas en mi ría, y, ¡qué cosas!, ya no tenemos a quién echarle la culpa. ¿Habrán vuelto de mi infancia para que la barca de Melilla me lleve de nuevo a mi fantasmagórica San Balandrán? Dicen que todo es posible (menos que la verdad se sepa fácilmente).

Esperanza Medina es poeta, ganadora del premio «Ana de Valle» 2006.