martes, 16 de septiembre de 2008

Segunda oportunidad

Segunda oportunidad


ESPERANZA MEDINA Me llevó un tiempo olvidar la costumbre de soplar y besar el pan siempre que se caía al suelo. Aún hoy, cada vez que tengo que tirar un trozo de pan a la basura siento ciertos remordimientos de conciencia y lamento no tener ningún animal cerca que pueda comérselo. Pero, por encima de todo, lo que soy incapaz de hacer con mi propia mano es tirar un libro, ni siquiera al contenedor de reciclaje.

Ya sé que hay cosas mucho más difíciles en esta vida con las que uno tiene que enfrentarse, no pretendo comparar algo tan banal como un libro con los momentos duros por los que he tenido o tendré que pasar, claro que no.

Pero es que hay algo en mí que no recuerdo que naciese de las enseñanzas de nadie en concreto, sino de mí misma, de mi descubrimiento a través de la lectura de todo tipo de mundos y sensaciones maravillosas que gracias a los libros yo podía poseer, algo que hace que se encienda una lucecita roja en mi cerebro si alguien sugiere que un libro debe irse a la basura.

Quizá sea eso, el egoísmo, que me hace pensar que ya no poseeré más el fondo de un libro si se convierte en pasta de papel, incluso si es uno de esos de texto que me hacían memorizar de pequeña y cuyo contenido no aportaría prácticamente nada a los niños y niñas que estudian hoy día, el mundo va cambiando y, por suerte, la forma en que lo conocemos también.

Soy, sin embargo, una ferviente partidaria del reciclaje, del cuidado de la naturaleza, llevo al contenedor azul cada trocito de papel que pasa por mi casa. Incluso a veces compruebo con desagrado que hay personas que creen que las cajas de cartón participan de una forma inusualmente activa en su propio reciclado, y que en vez de desmontarlas e introducirlas por la ranura correspondiente las depositan en el suelo esperando no sé qué milagro que las haga aparecer en el interior del contenedor. Como milagros hoy día hay pocos, lo que suele suceder es que acaban esparcidas por los alrededores, en muchas ocasiones con parques y jardines incluidos.

Y, sin embargo, me da una pena terrible reciclar libros, porque para mí la mejor forma de hacerlo es que otros los usen. Cada año amontono los libros de texto de mi hija pequeña porque no sé a quién dárselos para que les otorgue una segunda oportunidad y, cada año, me veo comprando libros nuevos a los que miro de reojo pensando si tendrán mejor suerte que los del año anterior. Es cierto que ahora los libros de texto me cuestan menos, ya que recibo la ayuda que el Gobierno ha dispuesto para los niños en edad escolar obligatoria. Pero que me resulten más baratos no quiere decir que sea menos derroche de esfuerzo, de papel y, por consiguiente, de árboles y de agua ¿Un solo uso, un solo lector los hace merecedores del contenedor de reciclaje? Me niego a pensar que tenga que ser necesariamente así, aunque entiendo que indudablemente son un buen negocio. Pero esa impertinente lucecita de mi cerebro se resiente y me recuerda una iniciativa que tuvo una vez cierta asociación de padres: los niños compraban los libros un curso sí y otro no, una vez terminado el curso se dejaban en el colegio para que los usasen los que venían detrás. Los libros tenían dos dueños al menos. Dos vidas, ni siquiera siete como un gato. ¡Qué poco me hace falta para ser feliz!

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