martes, 2 de septiembre de 2008

En la playa sin la "play"

En la playa sin la "play"


ESPERANZA MEDINA Las vacaciones de verano eran para mi el mejor de los regalos. No tener que ir al colegio suponía poder estar desde por la mañana en la calle, jugar en «el prao del roble hasta agotarnos (es un decir, porque no nos agotábamos nunca); cruzar por «la huerta de Anatena» e ir al regato a ver si encontrábamos renacuajos (pocas veces llegamos a verlos convertidos en ranas, no sé si por la costumbre de otros niños de llevárselos a casa en botes de cristal o porque simplemente las ranas eran tímidas y no les gustaba mucho nuestra compañía).

En fin, que las vacaciones eran el juego total y la libertad casi absoluta. Ir de merienda, a la playa de vez en cuando y siempre, siempre, los amigos.

Las cosas cambian, y las vacaciones también. Siguen siendo igual de deseadas y esperadas, pero no se disfrutan de la misma manera. Es difícil dejar a los niños salir a jugar solos si vivimos en una ciudad, demasiados peligros a los que no podemos permitir que se expongan. Pero eso no impide que también puedan sentirse liberados del trabajo del curso, de la rutina de los deberes, las actividades extraescolares y las tardes de domingo sin amigos en casa porque hace frío y llueve. Muchos tienen la posibilidad de pasar unos días en el campo, de poder perderse un rato sin que nadie se asuste jugando con otros niños y niñas, de pasar una tarde entera molestando a los grillos (por suerte hemos perdido las habilidades que en mi infancia hacían que estos pobres bichos acabasen siempre muriendo en una jaula de plástico o una caja de cartón agujereada), o simplemente de correr o construir refugios convirtiéndose en protagonistas de historias increíbles.

Y a los que no tienen «casa en el pueblo», porque su pueblo es esta ciudad (y a mucha honra), les queda la playa. La playa, que es uno de esos espacios maravillosos en los que el tiempo pasa en un suspiro. Agua y arena son elementos que ellos pueden manejar y con los que se mezclan sin problemas, porque nadie les dice nada si se mojan o se rebozan como croquetas. Y les acompaña el mar, siempre tan grande, y esa facilidad para viajar con la fantasía que dan los barcos en el horizonte. Y lo mejor de todo es que no hace falta ir muy lejos, está aquí mismo, en casa.

Nunca nos ocurrirá lo que a aquella niña de dos años, a la que en el hotel, en el momento del desayuno, la comida y la cena sus padres la sentaban delante de un reproductor portátil de DVD, con la misma película de «Mickey» cada vez. Supongo que no lo llevarían a la playa (más que nada por la arena), pero me pregunto qué recordará esa niña de su vacaciones infantiles. Es muy posible que no sea el juego con los amigos, aunque quizás pueda, con los años, recitar de memoria las conversaciones que un ratón vestido y coloreado tenía con los suyos.

Que nadie se alarme, esta es la excepción que confirma la regla, seguro, y a los padres, sensatos todos ellos por naturaleza, se les ocurren otras maneras de entretener a sus hijos en vacaciones, que para eso tienen tiempo libre.

Pero con excepción o sin ella todo se acaba: volvemos a la rutina, a pensar en que nos queda un año por delante, a leer en los periódicos estadísticas sobre las horas que pasan los niños delante de la pantalla del televisor, del ordenador, del DVD, de la PlayStation o de la Nintendo DSL. Demasiadas pantallas. No es culpa de ellos si no les queda tiempo para ver la vida tal cual es: cotidiana y sencilla, pero llena de amigos con los que se disfruta más que con cualquier máquina.

No hay comentarios:

Publicar un comentario