martes, 29 de abril de 2008

El prao del roble

"El prao del roble"

ESPERANZA MEDINA El domingo por la mañana quedamos con una amiga en una cafetería de La Magdalena llamada «El roble», y fue inevitable? el nombre me devolvió a mi infancia en «el prao del roble». Ahora la cafetería ocupa una parte de aquel escenario de mis juegos, el resto está habitado por edificios y algún que otro jardincillo.

«El prao del roble» eran las tardes templadas y la brisa suave. Ir de merienda con los amigos, en libertad (a cien metros de la ventana de la cocina y la mirada ocasional de mi madre). Era la ropa bailando en los tendales de las vecinas de la calle. Los colchones de lana que se «variaban» al llegar el buen tiempo, siempre en compañía, ayudándose unas a otras. Era las vacas de Constante recogiéndose al atardecer y tirando invariablemente la cabaña de cartones que habíamos estado construyendo ilusionados durante horas. Eran las tardes de los domingos en que las mujeres jugaban a la lotería en una ancha acera junto al prado, un territorio que a los niños nos estaba prohibido en aquellos momentos para no interrumpir el juego. Recuerdo cómo me gustaba oír cantar: «Los dos patitos, la niña bonita?». Y cómo me sentía orgullosa de saber que eran el 22, el 15...

«El prao del roble» era rodar por una diminuta cuesta, la hierba en los pies cuando nadie nos veía descalzarnos, las carreras, «la queda», los indios, las confidencias, los grillos? el sol y las nubes navegando despacio por aquel mar lejano. Despacio como el tiempo que pasaba, con la seguridad de que mañana sería exactamente igual, exactamente la misma placidez y la misma sensación de que la vida era eterna y seguiría siempre así. «El prao del roble» era la piedra que hizo que dos vecinas se dejasen de hablar durante un tiempo y que a mi (tenía entonces cinco años) un enfermero de «La Casa de Socorro» me diese seis puntos de sutura en la frente mientras me preguntaba que cómo se llamaba mi novio y yo respondía a gritos que Pedro, a la vez que mi padre se mareaba sentado en un banco por la impresión de la sangre.

Era también las historias que los mayores contaban en voz baja sobre una guerra y una «finca Pedregal» que yo no conocía. La sensación de que todas las casas eran tu casa aunque no hubiese niños en ellas. Era el pan con chocolate o con mantequilla y azúcar por las tardes. Las bolas de anís de la tienda de «María Rodes» o los «Tigretones» del «Chigrín». Quizás fuese sólo una gran mentira infantil, pero es la mentira que recuerdo Yo era una niña, una niña pequeña que no vivía en un entorno bucólico pero que no creía que hubiese mejor universo que el suyo. Fuera de mi mundo (más allá de los arroyos que bordeaban «el prao del roble») habían hecho calles y aceras sin sentido, sin sentido para mí que imaginaba que un «polígono» consista en hacer carreteras que no iban a ningún sitio en medio de los prados, era totalmente absurdo. Y crecí, y empecé a ver levantarse edificios junto a aquellas aceras, y empezaron a pasar coches por aquellas calles, y a venir gente. Y yo me fui, a vivir a otro lugar, con calles, aceras y edificios parecidos a los del «polígono» posiblemente edificados en los prados de la infancia de otros niños. Y allí dejé la mía, como un tesoro, enterrada a veintidós pasos de la cuadra de Constante, bajo el bálago de hierba, posiblemente muy cerca de los cimientos sobre los que el domingo me sentaba en una silla de la cafetería «El roble».Y fue inevitable, sentarme en aquella silla, y mi infancia volvió a mí?

martes, 15 de abril de 2008

A la larga tampoco compensa

A la larga tampoco compensa

ESPERANZA MEDINA
Supongo que no seré yo la única persona que tiene la sensación de ser timada cada vez que algo bueno, barato y útil para facilitarnos la vida diaria aparece. También, imagino, que no seré yo la única en contratar algún tipo de servicio creyendo firmemente que aunque me resulte algo más caro, a la largaÉ compensa, ya que me va a suponer un ahorro según pase el tiempo. Pongo por ejemplo la compra de un coche, hace unos años había que decidirse por uno de gasolina o de gasóleo, lógicamente el de gasóleo era más caro, pero a cambio el combustible estaba más barato (nunca iba a ponerse al precio de la gasolina, pensaba yo, ¡qué ingenua!). Y me decía: «a la larga, compensa». Pues no, no compensó.

Algo parecido me ocurrió con cierta telefonía por cable, que te hacía incluir en el contrato la programación televisiva. No era necesaria, apenas hay nada interesante que ver en la tele (¡cuántas veces habré yo oído y dicho eso!), pero como la factura del teléfono salía más barata: «a la larga, compensa», me convencía yo al contratar un servicio que no necesitaba. Pues no, no compensó.

No sé si hablar de la inversión que muchas personas hicieron en la instalación de gas por tubería para uso doméstico con la esperanza de que tal inversión «a la larga, compensa», aunque el desembolso hubiese sido considerable en el momento. Pues no, no compensó.

Y a mí, que habían conseguido convencerme totalmente de que para esos usos (agua caliente, calefacción, cocinaÉ) era muchísimo mejor, más segura y más limpia la electricidad, me vienen ahora con una nueva tarifa, en la que el incremento de lo que gasto durante las horas de precio con recargo será aproximadamente de un 30% en relación a lo que ahora pago (ya con un 5% aproximado de recargo durante el día). Eso sí, se amplían las horas de tarifa reducida, de 22.00 a 12.00 horas en invierno y de 23.00 a 13.00 en verano. Es decir, que debo cocinar antes de las 12.00 en invierno, no calentar la comida a ser posible después de esa hora (ni la merienda ni la cena antes de las 22.00 horas), tampoco debo usar la plancha entre las 12.00 y las 22.00 horas, ni poner el horno, ni encender las luces, ni utilizar el ordenador o cualquier otro utensilio que necesite la electricidad para funcionar. El único problema es que suelo volver a casa bastante después de las 12.00 y acostumbro a hacer todas esas cosas antes de las 22.00 (incluido cenar). Pero ahora se convertirán casi en un lujo si quiero seguir manteniendo mi tarifa reducida nocturna para poder encender la calefacción, la lavadora, el termo del agua caliente y el lavavajillas, como hasta ahora.

¿A alguien se le ocurre qué había pensado yo cuando contraté esta tarifa? Exactamente eso: «a la larga, compensa». Pues no, no me compensó. Y lo peor de todo es que no puedo hacer nada ante estas medidas que se toman sin tener nunca en cuenta a los usuarios, sólo patalear un poco y seguir confiando en que encuentre alguna ocasión en que sea totalmente cierto eso de que: «a la larga, compensa». Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. De aquí al invierno que viene intentaré buscar una solución más creativa al frío que la luz eléctrica, quizá rescatar del armario la toquilla de mi abuela, ya veré, igual, a la largaÉ compensa.

martes, 1 de abril de 2008

En un principio... el teletrófono

En un principio... el teletrófono

ESPERANZA MEDINA
Si Graham Bell (que parece ser que no inventó el teléfono, sino que simplemente fue el primero en patentarlo) y Antonio Meucci (que parece ser que fue el inventor del teléfono, pero lo llamó teletrófono) hubiesen sospechado lo imprescindible que iba a llegar a ser su invento un siglo más tarde, no habrían cabido en sí de gozo o lo habrían pisado destruyéndolo sin remedio, ya que, en su versión moderna de telefonía móvil, para algunas personas es casi una adicción insana.

El teléfono, en su momento, fue relegando a un segundo, tercero o cuarto planos a las epístolas, dejamos de escribir cartas y empezamos a recibir únicamente facturas y publicidad por correo. Esta manera de «hacer generosas ofertas de todo tipo» tiene la estupenda ventaja de que puedes tirarlas a la basura (perdón, a reciclar) sin ni siquiera abrirlas. Eso debían sospechar las empresas que se publicitaban porque de unos años a esta parte la invasión propagandística se realiza a través del teléfono. De esta manera no tenemos que hacer el esfuerzo de leer nada y está garantizado que vamos a contestar desde el momento que cogemos el auricular. Pero es una agresión mayor a nuestra intimidad que la carta que reciclamos.

Podemos tener cuidado y no dar nuestro teléfono salvo en lugares oficiales, pero, curiosamente, todo tipo de agencias de seguros, de venta variada, etcétera, se hace con nuestro número. Pero no sólo eso, sino que estamos clasificados en diferentes categorías y no reciben el mismo tipo de llamadas las personas mayores que, por ejemplo, las de mediana edad. Y yo me pregunto: ¿si no facilitamos nuestro número de teléfono habitualmente, por qué las empresas que nos llaman saben en qué categoría nos encontramos?

Es muy frecuente, y se debe tener cuidado, que a través del teléfono consigan obtener datos personales de quien responde, saber su estado civil, su edad aproximadaÉ por preguntas aparentemente triviales como «¿se puede poner su marido?», «no, estoy viuda», «¿a qué hora le vendría bien que llamásemos mañana para explicarle con calma nuestra oferta?», «no llego de trabajar hasta las ocho de la tarde». Supongo que era de esperar que de un invento tan útil como el teléfono se pudiera hacer uso para diferentes timos, tanto ilegales como legales («llame usted al 906... y le dirán cuál es el regalo que le ha tocado»). Eso mismo ocurre con los móviles, en versiones diversas («alguien te quiere conocer, te ha tocado un coche... manda un mensaje al...»).

Pero no seré yo quien diga nada en contra de este aparato que me permite salir de casa sin quedar previamente en un sitio o una hora concretos (como ocurría hace unos años), o ir al otro extremo del supermercado sin tener que concertar un lugar de encuentro al acabar las compras, o encargarle a mi hija que traiga el pan cuando vuelve de clase y a mí ya no me da tiempo a hacerlo... con un mensaje o un simple «nos llamamos». Aunque todo tiene sus inconvenientes y de vez en cuando (sólo por fastidiar) se nos acaba la batería o no tenemos cobertura.

En cualquier caso, me alegro de que los cubanos puedan, por fin, aprovechar las múltiples ventajas del electrodoméstico personal más necesario hoy día en nuestras vidas: el descendiente actual del teletrófono.