martes, 21 de mayo de 2013

Gente corriente

La excepcionalidad que encierran las vidas aparentemente comunes




Mi familia, como la mayoría de las de ustedes, es gente corriente. Gente que sobrevive al día a día, con mayor o menor entusiasmo, con más o menos dificultades. Gente aparentemente sin historias destacables, y, sin embargo, cuánta gente sencilla, como ustedes y yo, como sus familias o la mía, serían auténticos héroes del celuloide.

Mi abuela sobrevivió a la guerra y a la dura posguerra siendo la mujer de un republicano encarcelado, con seis hijos pequeños. Hasta que a mi abuelo lo dejaron volver del «campo de trabajo» a morir a casa con 42 años. Nunca la oí quejarse.

Al contrario, cuando empezó a obtener lo que honestamente le pertenecía se sentía agradecida. Tantas nadas hacen que lo poco parezca mucho.

Tardó bastante en entender que no era el propio Adolfo Suárez quien le pagaba aquella pequeña pensión de viudedad que le llegó tras la democracia. Siempre se lo agradeció a Suárez, como si se conociesen y hubiese sido generoso con ella, incluso después de cambiar el presidente del Gobierno.

A mi abuela le gustaba viajar, en ocasiones se subía a un autobús cargado de amigas y vecinas para pasar dos o tres días en los Sanfermines o conocer la Giralda de Sevilla. Qué no daría hoy ahora por conservar aquella enciclopedia en la que yo había anotado con una cruz las fotos de cada una de las ciudades españolas más importantes que ella había visitado.

En alguno de los años setenta, no puedo recordar cuál, se subió en un avión rumbo a Nueva York, a visitar a sus hijas emigradas años atrás y a la Estatua de la Libertad, por la que subió hasta lo más alto. Estoy segura de que fue feliz.

Cuando yo era niña quería ser como las protagonistas de las películas que veía o de las novelas de aventuras que leía. Quería ser especial, destacar entre la mayoría, vivir una historia que dejara huella. Para ello tendría que dejar de ser yo misma y transmutarme en alguien diferente, interesante y único. Con el tiempo debía llegar esa «vida de película con final feliz».

Miren ustedes por dónde, he conseguido comprender que esa vida es en realidad la de todos nosotros. Insignificante entre la mayoría, pero única. Con todos los ingredientes de cualquier novela. No nos falta ni el miedo, ni la felicidad, ni el dolor, ni la angustia, ni el descubrimiento del gozo, ni el esfuerzo, ni la recompensa, ni siquiera la decepción.

Somos, sin saberlo, gente corriente con vidas de película. Aunque el final nunca sea feliz, simplemente definitivo.

martes, 7 de mayo de 2013

Lo normal


Las lenguas no son excluyentes, sino que transmiten experiencias de vida

 
 


Hace un tiempo me preguntaba mi madre por una escritora de la que había visto una entrevista en la televisión regional . Cuando yo quise saber si hablaba en asturiano o en castellano en la entrevista, mi madre me contesto: «No me acuerdo, hablaba normal».

Lógicamente busque en internet y comprobé que ambas, entrevistadora y entrevistada, dialogaban en asturiano.

En estos tiempos en que manejarse en varios idiomas es tan necesario, no sólo para viajar, sino también para encontrar un trabajo, dentro y fuera de nuestras fronteras. Tiempos en los que ser bilingüe parece claramente una ventaja, resulta que convivimos con más personas bilingües de las que creemos. Personas que, como mi madre, no diferencian si lo que oyen está en castellano o en asturiano, porque lo entienden de igual modo. Personas que posiblemente llevan toda una vida realizando el esfuerzo de evitar la manera de hablar de su infancia porque siempre les dijeron que «sonaba mal, que hablaban mal». Todos ellos se merecen que sus biznietos y sus tataranietos vean también normal el asturiano.

Se merecen además que esas generaciones venideras sean capaces de escribirlo, de leerlo, de cambiar de lengua, según les apetezca, sin complejos y sin miedos. Sabiendo que hablarán un mejor castellano cuando sepan distinguir qué parte de su discurso es en una u otra lengua.

Recuerdo ahora, con tristeza por su reciente fallecimiento, aquella charla del profesor senegalés de la Universidad de Dakar, Amadou Ndoye, en la que hablaba de los idiomas como llaves para la vida, y hablaba mucho de la vida. De la vida de un senegalés que conocía perfectamente el castellano y que quería que el mundo también conociese a Senegal.

Contra lo que algunos piensan, las lenguas no son excluyentes, son una herramienta de comunicación y de transmisión, de transmisión de cultura, ya que las experiencias no siempre son las mismas, tampoco es la misma la forma de nombrarlas. Pero las experiencias pueden compartirse, igual que las palabras.

No son las lenguas las que nos separan, son los usos, los malos usos que algunos hacen de ellas los que nos ponen en guardia contra el objeto equivocado.

No reniego de ninguna de las dos lenguas con las que convivo, me gusta el castellano y me gusta el asturiano. A las dos les debo muchos momentos felices.

Si saber más de un idioma nos hiciera más pobres o más estúpidos, no nos resultarían tan admirables las personas que conocen tres, cuatro, cinco o siete idiomas.

En palabras del propio Amadou Ndoye : «Aprender un idioma es asumir una cultura. Y en el mundo hoy ser monolingüe es una enfermedad que se puede curar». Empecemos por lo fácil, lo nuestro.