martes, 8 de enero de 2008

San Balandrán

San Balandrán


ESPERANZA MEDINA

Cuando era una niña, en los veranos, mi madre me reñía invariablemente cada vez que nos subíamos a la barca en la que cruzábamos la ría hasta la playa de San Balandrán, porque invariablemente yo sacaba la mano de la barca y, entre los neumáticos que llevaba atados a los costados, la metía en el agua. El peligro no era grande, pero seguramente saldría sucia. Recuerdo el agua con pequeños arco iris que provocaban el sol y la grasa de los barcos, y el olor, como parte del mar y de mi infancia, de la galipota que los barcos y seguramente la Fabricona, iba dejando en aquel agua tan mía desde entonces.

Recuerdo el apodo del barquero que nos llevaba, Melilla, y recuerdo que me parecía sorprendente que se lavase la cabeza con detergente para la vajilla (le cantaban mientras hacíamos el trayecto: «¿Qué es aquello que reluce, que reluce más que el sol, es la calva de Melilla, que la lava con Mistol»).

Tardé muchos años en saber que ese olor que yo inspiraba con profundidad no era el olor del mar, sino el de la suciedad y el abandono de lo nuestro, de lo que realmente importa cuidar y mantener. Da un poco de vergüenza confesar esto, pero es así, la infancia nos acerca a la vida con tanto deseo de poseerla, tanta necesidad de disfrutarla, que cualquier cosa que la evoque nos trae buenos recuerdos.

Como crecí al lado de mi ría, fui viendo desaparecer aquella playa mágica que yo recordaba como un paraíso. Los ojos de los niños tienen miles de filtros mentirosos que transforman la realidad a su antojo. Lo recuerdo bien, aunque era muy pequeña: un poco más allá, al otro lado del merendero estaban los barcos abandonados de los piratas, entre los que alguna vez vi aparecer un cangrejo de la mano de mi padre. Mi padre nadaba muy bien y para mi hacía «la ballena» flotando boca arriba y lanzando un chorro de agua por la boca. La excusa del progreso se encargó de ir quitándome todos aquellos filtros infantiles.

Nos costó un tiempo, pero nos fuimos dando cuenta de lo mucho que nos gustaría vivir en una ciudad limpia, nos fuimos sintiendo orgullosos de los edificios, de los parques y hasta de la ría.

Nos fue gustando pasear por nuestras calles, ir al teatro, sentarnos en las terrazas de los bares y ver el reflejo de la lluvia en el pavimento de colores desde los soportales. Nos fue gustando saber más de Avilés, que quien venía a visitarnos se sorprendiera de nuestro casco histórico (aunque el motivo fuese que esperaban encontrar una ciudad llena de chimeneas y humos).

Pero ahora, que iniciamos el siglo XXI, que asumimos todos el reto de la ecología y la importancia del medio ambiente, siguen apareciendo manchas en mi ría, y, ¡qué cosas!, ya no tenemos a quién echarle la culpa. ¿Habrán vuelto de mi infancia para que la barca de Melilla me lleve de nuevo a mi fantasmagórica San Balandrán? Dicen que todo es posible (menos que la verdad se sepa fácilmente).

Esperanza Medina es poeta, ganadora del premio «Ana de Valle» 2006.

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