domingo, 11 de mayo de 2008

Los cuentos de mi abuela

Los cuentos de mi abuela


ESPERANZA MEDINA Me gusta contar cuentos, siempre me ha gustado, desde que era muy pequeña. Primero me los contaba a mi misma, inventando historias fantásticas en las que yo era la protagonista. Después, en la adolescencia, se los contaba a mis amigos, en las noches de acampada. Ya sé que lo más apropiado en esas ocasiones es cantar acompañados de la guitarra, pero yo tengo un oído espantoso por lo que oírme cantar no era precisamente un placer (aunque sigue fascinándome que me canten); así que jugábamos al juego de los cuentos: mis amigos me decían dos o tres objetos inermes y sin conexión y yo inventaba una historia? Esas historias desaparecían a la mañana siguiente, cuando todos las olvidábamos, nunca tuve necesidad de escribirlas, pertenecían al momento en el que las expresiones, el interés o las sonrisas de los oyentes las iban conduciendo por uno u otro camino.

Pero es que yo crecí arropada por la mejor contadora de cuentos: mi abuela. Los cuentos de mi abuela no pasarían hoy ningún filtro de contenidos apropiados para la infancia. Pero eran fantásticos. Una y otra vez sus nietos le pedíamos que nos los contase, eran mucho más divertidos que los de los libros (Caperucita, La Cenicienta?), aunque los de ella no tuvieran "santos" y necesitásemos imaginar las escenas que nos iba relatando, inventando según las contaba, olvidándose de los detalles del día anterior, lo que nos obligaba a recordárselos? "güela, te saltaste cuando la mujer se puso a mear encima de una piedra en el prao y salió una culebra?"

No sabría decir qué tenían aquellos cuentos que nos encandilaban, o sí, eran cotidianos y transgresores, tenían esa parte de realidad que los hacían posibles y esa parte de hilaridad que los hacían fantásticos. En los cuentos de mi abuela estaba la tradición ¿quién se los habría contado a ella?. No eran cuentos para niños, eran historias de mayores ridiculizadas y despojadas de parte de los detalles escabrosos, sólo de parte, porque recuerdo aquel en que una mujer "se entendía" con el cura del pueblo cuando el marido salía a trabajar. Para nosotros, eso de "entenderse" no tenía ningún significado peyorativo, pero intuíamos que no debía ser bueno hacerlo a escondidas. Curiosamente puedo añadir otra anécdota parecida a ésta, cuando yo me empeñé en leer por primera vez "La Regenta" con doce años, no fui consciente de lo que ocurría en algunos pasajes como en el que el Magistral se "entendía" con la criada. Ahora, con doce años, posiblemente cualquier niño entendería esa escena, la televisión se ha encargado de aclarar las sutilezas.

No voy a desvelar detalles de aquellos cuentos (posiblemente todos podamos recordar alguno parecido), pertenecen a mi infancia, a mi pasado y a una tradición que se va perdiendo con el tiempo, la de la difusión oral. Por suerte, hoy, los cuentos que se escriben para niños son textos esmerados, pensados para ellos, artísticos y entretenidos. Los "cuenta-cuentos" se disfrazan, utilizan marionetas, incluso magia. Pero a mi, de vez en cuando me gusta contar un cuento a mis alumnos sólo con palabras, sin imágenes ni aditivos. Quizás por la sonrisa y la ternura que me provoca el recuerdo de la mejor contadora de cuentos que he conocido: mi abuela Enriqueta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario