miércoles, 5 de junio de 2013

Entonces

Recuerdos de la pereza inútil de la infancia

 


 





Nos gustaba rodar sobre la hierba, observar los insectos, los renacuajos antes de que se hiciesen ranas. Mirar a las mujeres que tendían la ropa, despertar la pereza de las horas completas, las que pasan sin miedo a que nada se acabe. Esperar que tu madre gritase «la merienda» y volver a la calle del pan con chocolate.

Las tardes infinitas, los lugares perfectos, donde habitaban juntos los grillos y el asfalto.

Se podía pasar de la ciudad al campo sin salir de mi calle. Se podían vivir las vidas de los libros, o inventar otras nuevas. Los amigos valían más que cualquier juguete, la aventura esperaba siempre en las escaleras, que bajabas deprisa sin usar pasamanos ni barandilla alguna. Quién necesita apoyo cuando se siente inmune a todo lo que duele.

La galbana jugaba con la risa y al corro, a la queda, al cascayo, a la goma y a todo.

La galbana agotaba la luz de cada día, y encendía farolas y bombillas y lámparas, y nos llevaba a casa a cenar y a la cama. Un lapsus solamente, la mañana volvía. Y volvía otra vez cargada de pereza, de carreras y olores. Y había primavera, y verano. Así sería siempre, estábamos seguros.

Entonces no sabíamos que hay cosas que terminan, personas que abandonan, miedos que no nos dejan vivir esa pereza con gozo y sin recortes. Entonces el presente pesaba como el oro, se medía en quilates, ni el antes ni el después tenían importancia.

Ahora el pasado duele, por su propia inconsciencia, y por esta certeza de haberlo ya perdido. Condiciona el futuro todo lo cotidiano porque asusta saberse inseguro y finito.

Ahora necesito coger la barandilla, mirar los escalones y no pisar en falso. Sentirme cuidadosa, forzar el optimismo. Y necesito, al menos cada una o dos semanas, como una medicina que sosiega el cerebro, volver a la pereza inútil de la infancia, desconectar el ritmo circular de mis pasos y escribir estas cosas, que no sirven de nada.



No hay comentarios:

Publicar un comentario