martes, 25 de diciembre de 2012

Cuentos troquelados

Esta semana mi artículo ha salido el domingo 23 de diciembre en la edición impresa pero no en la digital, por lo que lo reproduciré a continuación.



CUENTOS TROQUELADOS

Entonces soñaba con otros formatos, con tapas de cartón recortadas en los bordes, igual que las páginas. “Cuentos troquelados”, se llamaban. Tardé muchísimo en saber qué significaba aquello,  pero intuía que algo los hacía diferentes.  Quizás la magia que guardaban dentro saliese de ellos a través de aquella palabra extraña y por la que yo no me molesté en preguntar a ningún adulto. Tal vez porque temía que saber entonces lo que significaba lo habría convertido en demasiado prosaico, y yo siempre he preferido soñar. 

La portada del primero que recuerdo tenía relieves, me gustaba tocarlo despacio, liso y abultado a la vez. Era otra forma de sentir emociones  con aquellos cuentos sencillos y maravillosos de mis primeros años. 

Después llegó a mí uno que traía incorporado un pequeño juguete que se podía separar y le proporcionaba a la historia muchas más posibilidades: una varita azul de plástico de unos diez centímetros de largo, por supuesto completamente mágica. De qué otra forma si no se podría explicar que aún pueda estar leyéndolo ahora, mientras escribo esto, sintiendo la lluvia que empapa al joven príncipe “Nix” y el hechizo de “Dorita” que transforma en rana al fiero gigante “Trompicón”. 

El año de edición era 1967, el año en que llegó a mí ya no lo recuerdo. Supongo que no demasiados después. Está gastado y con las hojas despegadas. En otro tiempo mi abuela me las habría cosido con un poco de lana para que yo pudiera seguir leyéndolo, seguir soñando con sus hermosas ilustraciones. Pero aunque ahora puedo hacerlo yo, no quiero arreglarlo. Lo miro con mucho cuidado, no hay peligro de que se estropee. Y ya no veo en él la ensoñación de lo que puede ser, del futuro que lo alcanza todo, sino del pasado. La certeza de que no se ha evaporado por completo aquella niña que soñaba con escribir historias maravillosas rodeadas de imágenes increíbles y a todo color. En un mundo en el que las fotos de la realidad sólo llegaban al blanco y negro.

Entonces habría bastado con un sencillo cuento troquelado. Nada que ver con el formato del otro libro que ahora mismo también tengo a mi lado: “El constipado del Sol”, un precioso álbum ilustrado por Elena Fernández sobre un texto mío.  

No pude evitar acariciarlo cuando la editorial, PINTAR-PINTAR,  me trajo el libro por primera vez, como hacía en aquel tiempo. Como he hecho siempre. 

Quien crea que los libros sólo son para los ojos está muy equivocado.


martes, 4 de diciembre de 2012

De profesión, maestra.

Las virtudes de la enseñanza a los más pequeños

ESPERANZA MEDINA PROFESORA Y POOETISA

  La semana pasada estuve compartiendo con alumnado de 5.º de Primaria parte de una de mis lecturas favoritas del escritor Gonzalo Moure: «Lili Libertad». Supongo que a estas alturas quienes me siguen un poco ya saben lo mucho que disfruto compartiendo literatura, sobre todo con los pequeños. Sólo ante ellos se vuelve a producir la magia de la ilusión de la primera vez con el texto que tantas veces hemos saboreado nosotros y que ellos aún no conocían.

Mi lectura y las preguntas que vinieron después formaban parte del trabajo que su profesora les propone en Lengua y para los que los maestros del colegio irán escogiendo y leyéndoles diversos textos. La literatura no tiene edad, por eso es tan importante saber que la compartimos a pesar de la cantidad de cumpleaños que nos separen.

Dentro de la preparación de la entrevista posterior a la lectura, entre otras cosas, me preguntaron si para mí ser maestra era un trabajo. Como estoy convencida de que no hay que presentarles un mundo idealizado, sino el mundo real y cotidiano, del que también se puede disfrutar, fui totalmente sincera y les expliqué que hay días en las que quizás prefiriera quedar en casa, pero como trabajo de maestra, no me queda más remedio que salir hasta el colegio. En realidad cuando yo era pequeña mis ideales laborales eran otros muy distintos (ellos lo saben ya).

Pero para seguir siendo justa con esa sinceridad tengo que confesar que me gusta trabajar como maestra porque me encanta aprender de mis alumnos. Y no es un tópico. Hay momentos en que disfruto en la escuela como si me hubiesen regalado unas vacaciones en una playa tropical.

Debo reconocer que en ocasiones hay cierto caos sonoro en el ambiente del aula que me hace terminar la jornada un poco más afónica, pero en otras los afectos espontáneos, las ideas novedosas (aplastantemente lógicas e ingenuas) me regalan esa sonrisa que me ensancha tanto por dentro.

Otras veces simplemente toca observar y callar, permanecer en silencio para no meter la pata y llegar a comprender de nuevo el mundo que nos rodea. Suele ser cuando de lo que se trata es de la expresión artística. Ha habido tantas veces en que nuestros prejuicios adultos nos han equivocado de camino, que es de agradecer, y mucho, que sean los niños y las niñas más pequeños quienes nos lo descubran de nuevo.

Entonces sólo queda dar las gracias por haber acertado al escoger esta profesión de maestra.